Donald Trump se posesionó para un segundo mandato en Estados Unidos. Ha firmado ya decenas de órdenes ejecutivas con las que ha puesto en marcha el cúmulo de promesas con las que fue elegido.
Rúbricas hechas con un marcador Sharpie, de escritura bastante gruesa y destacada, ante miles de seguidores en un atestado estadio multideportivo con capacidad para más de 20.000 asistentes en Washington.
Otras firmas, estampadas frente a un privilegiado grupo de periodistas, ataviados con grabadoras, cámaras de televisión y micrófonos, que llenaron el propio despacho de Trump en la Oficina Oval de la Casa Blanca.
Allí, los comunicadores le dispararon preguntas a placer a Trump, cuyas respuestas fueron transmitidas en directo por las redes sociales.
Si de preguntas hablamos, la contestación a tres podría marcar la conducción de la política exterior de Estados Unidos, en la que el país emplea millones de dólares cada año y con la cual ejerce buena parte de su influencia y poder en el resto del mundo.
Esos programas y el dinero que se envían, ¿hacen que Estados Unidos sea un país más seguro? ¿Hacen que sea más fuerte? Y, por último, ¿hacen que sea más próspero?
Seguridad, fuerza y prosperidad. Las tres bases fueron planteadas por el nuevo secretario de Estado, Marco Rubio. La hoy nueva máxima autoridad de la diplomacia estadounidense las dejó bien claras en su comparecencia pública ante el Congreso el pasado 15 de enero.
“Bajo la presidencia de Trump, los dólares de los contribuyentes estadounidenses que trabajan duro siempre se gastarán sabiamente y nuestro poder siempre se ejercerá con prudencia y siguiendo lo que es mejor para Estados Unidos antes que cualquier cosa”, declaró el descendiente de inmigrantes cubanos.
La que Trump llamó “revolución del sentido común”, de la que hace parte también su política exterior, es el mantra que seguirán las autoridades recién posesionadas al mando de la mayor potencia mundial.
En las relaciones con otros países, se basa en contestar esas aparentemente sencillas tres preguntas.
Que parezcan buenas o malas, justas o injustas, no es de la incumbencia de la nueva istración. Están ahí para ser contestadas, punto.
Los Gobiernos deben empezar a preparar muy bien las respuestas a las tres preguntas de Rubio, con tacto, pero con sagacidad. Y deberán llevar "por la buena" sus acercamientos con Washington.
¿Cambian en algo lo que ha sido la política exterior de la superpotencia mundial?
Tal vez sí, si se ve el contexto en el que se ha venido tratando la política exterior de los últimos gobiernos, más proclives, según Trump, a que sus socios clave durmieran tranquilos, pensando en estar protegidos con el ilimitado poder estadounidense, sin dar u ofrecer nada a cambio.
Henry Kissinger, el exponente más importante de la corriente “realista” de las relaciones internacionales, consideró que en el siglo XX ningún país había influido tan decisivamente en ellas, con tanta ambivalencia como Estados Unidos.
En su libro La diplomacia, Kissinger explica que ninguna sociedad ha insistido con mayor firmeza en lo inisible que es la intervención en los asuntos internos de otros Estados, mientras que, por otra parte, afirma de manera apasionada que sus propios valores tienen aplicación universal.
De la misma forma, ninguna otra nación se ha mostrado más renuente a aventurarse en el extranjero, al tiempo que también ha formado alianzas y compromisos de alcance y de dimensiones sin precedentes en todo el mundo.
Dos escuelas de pensamiento a la vista de Kissinger: Estados Unidos como faro moral, que quiere que sus valores tengan aplicación en el resto del mundo; y Estados Unidos como cruzado, librando batallas para imponerlos fuera de sus fronteras.
Las dos bajo un orden global fundamentado en la democracia, el libre comercio y el derecho internacional.
Transcurrida casi una cuarta parte del siglo XXI, una pregunta que surge es si esa ambivalencia persiste hoy en día y, de ser así, si puede volverse más fuerte con la estrategia transaccional que quiere ahora Estados Unidos que sea más preponderante.
Todo apunta a que sí.
Para Ravi Agrawal, editor en jefe de la prestigiosa revista Foreign Policy, Donald Trump ya había dejado claro cuál era su postura en su libro The art of the deal (El arte de la transacción). En cada transacción siempre debe haber un ganador y un perdedor (suma cero), y a Trump le gusta ser visto como un ganador, incluso cuando no lo sea.
Líderes mundiales y ejecutivos corporativos deben saber que el estilo transaccional de Trump y su mentalidad de “¿qué hay para mí?” son la marca del liderazgo del magnate.
Sin que el mundo se sorprenda mucho por el fondo de su nueva política, Agrawal considera que el regreso de Trump solo acelerará el movimiento hacia un sistema global más transaccional.
Lo que incluso podría traer dolorosas interrupciones en las relaciones de aquellos países que han dependido históricamente de la amistad de Washington.
La dimensión en la que los líderes mundiales deben poner sus tratativas con Trump debe ser la de lograr alcanzar resultados deseables para el magnate. Por ejemplo, sugerir que se aumentarán las compras de productos estadounidenses, como lo dejó entrever la presidenta del Banco Central Europeo, Christine Lagarde, citada por Agrawal.
Los Gobiernos deben empezar a preparar muy bien las respuestas a las tres preguntas de Rubio, con tacto, pero con sagacidad. Y deberán llevar “por la buena” sus acercamientos con Washington.