El sol ya comienza a caer en sus espaldas. El presidente Petro entra en la mitad de su mandato, abrumado por las promesas de cambio que hizo a la sociedad y que se hizo a sí mismo. Cualquier juicio histórico de su mandato pasará sobre las promesas de cambio.
Son dos promesas en niveles muy diferentes. La del grueso de los once millones de votos que obtuvo en la elección de 2022 era la promesa de un país más justo, en que la corrupción, la politiquería y la desigualdad de oportunidades no frustraran los anhelos de cambio social. Petro prometía hacer algo para acabar no solo la pobreza sino la indignación moral por el sentimiento de desigualdad que había llevado al estallido de abril de 2021. Era una promesa concreta: un país que pusiera freno a la corrupción de la clase política, con mayor gasto social y con una mejor redistribución de ingresos.
La otra promesa es la que Petro se hizo a él y a los convencidos. Es una promesa filosófica, un cambio en la forma del Estado, de la sociedad, mucho más ambiciosa. Una visión que cada tanto trata de plasmarla en discursos donde se asoman imágenes líricas de un mundo mejor, más allá de las fronteras de Colombia, en contraste con el apocalipsis que se cierne sobre la humanidad si no se hacen los cambios prometidos.
En una faceta más práctica, la promesa de cambios apunta hacia la construcción de un estado de bienestar, donde lo público reemplace a los mercados y donde la ecología, las identidades y las reivindicaciones constituyen los principios morales que guían las decisiones de gobierno. Son trazos de nostalgia socialista, en una versión ideal, muy distinta a la fallida de la Guerra Fría, mezclados con las aspiraciones de los movimientos de izquierda de la globalización.
Las victorias del Presidente al imponer su visión en sectores como la educación, la paz, la seguridad, la vivienda, la energía se tradujeron en derrotas en su músculo político.
Cuando el sol apenas comenzaba a despuntar en el horizonte, Petro tenía el desafío de resolver las promesas concretas para mantener el capital político que le iba a permitir cumplir la promesa suya y de sus convencidos. Entonces comenzaron los dilemas de su gobierno. Quienes podían servirle para resolver lo concreto no eran funcionales para sus promesas más ambiciosas.
Salieron de su gabinete los Alejandro Gaviria, Ocampo, López, González, etc., y las coaliciones con los jefes de los partidos tradicionales se reventaron. Esa movida, que comenzó con la desafortunada reforma de la salud, trazaría el rumbo de su gobierno. Era una reforma más centrada en nacionalizar el sistema de salud que en resolver las fallas y deficiencias en la atención a los ciudadanos. Se convirtió en un asunto de principios en que el Presidente perdió en el Congreso pero se desquitó en el presupuesto y en los tribunales. Las operadoras privadas fueron saliendo por intervención del Gobierno y por asfixia financiera.
Al igual que en la salud, las victorias del Presidente al imponer su visión en sectores como la educación, la paz, la seguridad, la vivienda, la energía se tradujeron en derrotas en su músculo político. La gente sintió que el cambio no se materializaba, las cosas no mejoraron. Y, lo que es peor, sintieron que el Presidente no estaba comprometido en contra de la corrupción. Lo vieron negociando con lo peor de la clase política. En eso era igual que los anteriores.
Entonces el sol comenzó a quemar a Petro. Ahora debe enfrentar la realidad, que no dispone del suficiente respaldo popular para materializar en las leyes la filosofía de los cambios que ambiciona para Colombia. Habla de constituyente, de poder constituyente, de gran acuerdo nacional, sin que sea claro cómo podría llevar a cabo estas iniciativas.
Puede que por su naturaleza confrontacional se lance a la arena política y apueste al todo o nada. Sin embargo, el tiempo y el consenso de que dispone apenas le dan para plantear algunas reformas concretas antes de que el sol se apague.