Tengo que itir que la muerte de Gina Lollobrigida me tomó por sorpresa. Cuando yo empecé a ir a matinée en vez de matinal, a mediados de los años 70, la ‘Lollo’ ya estaba prácticamente retirada del cine, y sus apariciones en pantallas grandes o pequeñas eran muy esporádicas. Sin embargo, desde entonces, hablar de ella era hablar de un mito del cine, de un nombre que siempre aparecía al lado de otras grandes figuras del séptimo arte. Pese a eso, hacía muchos años yo no sabía nada de su vida ni de su trayectoria. No tenía idea de que seguía activa políticamente –a tal punto que el año pasado se había lanzado, aunque sin éxito, al Congreso italiano– y tampoco sabía nada de sus líos sentimentales ni de sus conflictos familiares. Peor aún: ignoraba que seguía viva, pues para mí ella ya era una leyenda.
En todo caso, la partida de esta actriz me puso a cavilar acerca del cine de mi juventud; no tanto por las películas sino por el placer de ir a los teatros en aquellos tiempos inasibles e inolvidables. Es más: ayer en la mañana, mientras caminaba por la carrera 13, desde la antigua sede de la embajada de Estados Unidos, en la calle 38, hasta la calle 67, se me alborotó la nostalgia al ver clausuradas tantas salas en las que antaño tuvimos una cita romántica o armamos algún plan con familiares o amigos.
Prácticamente, todos esos teatros están cerrados o son negocios de otra índole. El Trevi y el San Carlos, por ejemplo –donde vimos y quizás cometimos más de un ‘pecado’–, ahora son, paradójicamente, sedes de iglesias cristianas. En lo que fue el Caldas ahora hay un gimnasio; donde estaba ubicado el Metro Riviera, en la actualidad queda Teatrón, el célebre rumbeadero; el Lucía está convertido en un almacén, y donde funcionaba el Aladino ahora hay una papelería.
Cuando no teníamos películas ni series al alcance de los dedos, asistir a una función de cine era toda una experiencia.
Si uno sigue hacia el norte, cómo no va a sentir un profundo guayabo al entrar al pasaje Libertador y ver sellada la taquilla y vacías las carteleras donde solían poner las fotos de las películas que presentaban en ese maravilloso teatro, hoy transformado en un call center, cuyos empleados, en su mayoría jóvenes, no deben tener ni la más remota idea de las muchas aventuras y desventuras que vivimos en esas mismas instalaciones gracias al drama, la acción o el suspenso del cine.
Al continuar el recorrido, vemos que en los predios del antiguo Cinelandia hay unos almacenes de productos electrónicos que parecen abandonados o cerrados por vacaciones, mientras el Royal Plaza se convirtió en un local para la realización de eventos que no tienen ninguna relación con la gran pantalla. Suerte similar corrió el Astor Plaza –media cuadra al oriente, sobre la calle 67–, donde los proyectores fueron reemplazados por las luces de obras escénicas.
Fue en la antesala de estos teatros donde sentimos por primera vez el aroma de las palomitas de maíz o de los perros calientes que comprábamos antes de la función, en una época en la cual las estrellas brillaban con mayor intensidad en ese gran firmamento llamado cine.
Mirar hacia atrás es evocar aquellas veladas increíbles, en las cuales, en compañía de algún compinche, uno disfrutaba aquellos filmes que nos hacían reír, llorar, sudar, temblar o ilusionar; donde gozamos y sufrimos en un pasado no tan remoto. En un tiempo en el que no teníamos películas ni series al alcance de los dedos, ir a cine era toda una experiencia, sobre todo cuando en medio de la proyección surgía algún contratiempo. Como cuando se quemaba la cinta o cuando las latas que contenían los rollos de las películas, y que eran transportadas de un teatro a otro, no llegaban a tiempo.
Aunque no vi ninguna cinta de Gina Lollobrigida, tengo que darle las gracias por los suspiros que todavía me roba hoy al recordar el ayer.
VLADDO