Desde antes de la primera vuelta decidí que, si Sergio Fajardo se quedaba por fuera, yo votaría en blanco en la segunda vuelta. Y luego de levantarnos el 30 de mayo con la noticia de que había nacido un nuevo fenómeno político llamado Rodolfo Hernández, empecé a pensar qué hacer con mi voto.
Pensaba votar en blanco, pero vi el manotazo que dio Hernández en el tablero al eliminar, ¡oh, sorpresa!, a Federico Gutiérrez, hazaña que llevó a muchos a dar casi por sentado que la jornada electoral del 19 de junio se iba a convertir en un simple trámite para convertir al excéntrico empresario santandereano en el sucesor de Iván Duque.
Pensaba votar en blanco, pero llegó esta frenética contienda entre dos populistas que puso a todo el mundo a mi alrededor a elegir el mal menor, porque supuestamente este no es el momento de “lavarse las manos” ni de “dejar a la deriva el destino de nuestra democracia”.
Pensaba votar en blanco, pero empezaron a demonizarlo, aduciendo que era cobardía no tomar ninguna posición en estas circunstancias tan críticas. Es más: el excandidato Alejandro Gaviria, que también era un abanderado del centro, fue tajante al decir: “Jamás votaría en blanco. Me parece facilista. Una especie de exhibicionismo moral”. Sentí un sacudón al leer esta reflexión de alguien a quien uno aprecia y respeta.
Esta frenética contienda entre dos populistas que buscan la presidencia puso a todo el mundo a mi alrededor a elegir el mal menor.
Pensaba votar en blanco, y llegaron los profetas del apocalipsis con la poco original teoría de que al hacerlo se le quitan votos al ingeniero para favorecer a Gustavo Petro y darle carta blanca para que instaure aquí el chavismo, destroce la economía, se atornille en el poder y acabe con el país.
Pensaba votar en blanco, pero salió Hernández a disparar a diestra y siniestra, a repartir coscorrones por doquier. “Yo acepto los votos de todos, pero no hago alianzas con nadie”, ha dicho en más de una ocasión. Como advirtiendo sin rodeos que se queda con el género, pero no con el pecado.
Pensaba votar en blanco, y de repente muchos personajes y no pocos amigos a los que quiero y iro –y con los cuales he compartido posiciones políticas similares en coyunturas clave, como el proceso de paz– decidieron apoyar la candidatura de Petro, a pesar de su incomprensible promesa de hacer la nueva política con muchos de los políticos de siempre.
Pensaba votar en blanco, pero me sorprendió mi querida Catalina Ortiz Lalinde –inteligente y sin pelos en la lengua– al instalarse como si nada en las toldas del exalcalde de Bucaramanga, minimizando todos los episodios que este ha protagonizado en los que las mujeres no han salido tan bien libradas que digamos.
Pensaba votar en blanco, pero vi cómo Antanas Mockus –de quien aprendimos la importancia de rechazar el todo vale– aterrizaba en la pista del Pacto Histórico, sin tener en cuenta las oscuras maniobras a las que los alfiles de Petro han recurrido para tratar de enlodar o neutralizar a sus adversarios políticos.
Pensaba votar en blanco y al ver tantos intentos de justificar lo injustificable, tantos perdones sociales, tantos buenos muchachos dando malos pasos, tanta gente tragando sapos multicolores, tantos videos indiscretos, tantos votos con letra menuda y, en fin, tantas contradicciones, confirmé que apoyar a cualquiera de los dos candidatos sería una traición a mi conciencia. Pensaba votar en blanco y cada vez estoy más convencido.
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Colofón. ¿Será que ni el Presidente ni el ministro de Defensa ni el del Interior se dan cuenta de que eliminar o capturar capos del narcotráfico o de cualquier grupo terrorista no es suficiente para garantizar la seguridad de una zona tan conflictiva y sufrida del país como el departamento del Cauca? ¿No entenderán que la tranquilidad no se recupera a punta de partes de guerra, por muy triunfalistas que sean?
VLADDO