Le dedico una parte de mi tiempo a participar activamente en los esfuerzos que se dan en pro de la equidad de género. Por ende, el abuso sexual y otras violencias de género son temas que sigo con atención.
Comparto el repudio al fenómeno; condeno al perpetrador. Pero inmediatamente se enciende un instinto que quiere tratar de entender, antes de continuar por el camino del juicio. Porque, verán, la curiosidad y el juicio no se llevan bien.
El juicio está más interesado en condenar que en resolver. Aunque es parte esencial de la vida en sociedad, estoy convencida de que, sin entender las raíces de las cosas, sus causas más estructurales, es imposible cambiar los comportamientos. La condena confía en que el castigo es suficiente disuasor. Pero la evidencia muestra que este camino no solo es ineficaz; es una forma de abandonar a aquella parte de la sociedad que sufre a manos de sus peores instintos. Por ende, creo que es fundamental que, mientras todos condenamos, algunos tratemos de entender; de entender para poder transformar y evitar este dolor de marras que vivimos quienes hemos sufrido de estas violencias de cerca.
Voy a compartir cifras para Estados Unidos, que es donde más riqueza estadística encontré, siendo un buen reflejo de la realidad mundial. Según el Centro Nacional de Recursos sobre Violencia Sexual, una de cada tres mujeres y uno de cada seis hombres experimentaron algún tipo de violencia sexual durante sus vidas. En el caso de los niños, una de cada cuatro niñas y uno de cada seis niños serán sexualmente abusados antes de que cumplan 18 años. Estas no son las cifras de algo “atípico”, ni son los extremos que nos señalan eventos esporádicos. Son cifras de un fenómeno que no se puede esconder en las categorías de la “enfermedad”, lo “anormal” o lo “desviado”.
Sin entender las raíces de las cosas, sus causas más estructurales, es imposible cambiar los comportamientos.
El abuso existe en la cotidianidad; es algo rutinario que debemos estudiar con curiosidad científica. Hacerlo implica, en primera medida, que cambiemos las preguntas que nos hacemos. Por ejemplo, yo sé cosas sobre los abusados, pero me pregunto: ¿por qué no sé más del victimario? Las personas que hemos sido abusadas no somos el problema. El problema radica en el abusador. Llamarlos enfermos o desviados les resta agencia a estas personas, y a la sociedad el poder real de resolver. Hacernos preguntas diferentes nos permite ver que el problema no son unas ovejas extraviadas del rebaño; es el rebaño mismo.
Entender el abuso nos invita a reflexionar sobre paradigmas de la crianza. En efecto, mientras que las víctimas podemos ser mujeres u hombres, los perpetradores son en un 96 % hombres. ¿Qué es lo que le enseñamos a nuestros niños? ¿Qué ven en sus procesos de formación, de manera deliberada o inconsciente, que los lleve a sentir la necesidad de vulnerar la sexualidad de otro? Esos hombres fueron niños; es lo primero que tienen en común. Aprendieron algo al revés, y lo siguen aprendiendo. Aprendamos entonces nosotros. Investiguemos, preguntémonos insistentemente qué lleva a tantos hombres al abuso. Queramos entenderlo con curiosidad genuina, y así encontrar claves sobre cómo cambiar su comportamiento.
Fui abusada cuando tenía 7 años, o eso creo, porque mi mente no tiene un rastro cronológico claro, solo hitos posteriores que me refieren a esa edad. En ese momento decidí que tuvo que haber sido “culpa mía”. Soy una mujer adulta desde entonces. Quise proteger inicialmente a la madre del abusador, una mujer a quien quise muchísimo, y luego a mi madre, a quien fui incapaz de trasladarle esa carga de culpa. Los costos los he vivido yo.
No es el castigo de mi abusador lo que me interesa. No quiero prometerle a mi hija una sociedad donde no haya impunidad frente al abuso sexual; quiero prometerle un mundo sin miedo a sufrirlo.
ANA FERNANDA MAIGUSCCA
Miembro de Women In Connection