“Si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes”: la frase es perfecta para estos días de año nuevo, llenos de propósitos, pero también de incertidumbre por lo que no depende de nosotros y no podemos controlar. Así, con esa carga de expectativas y miedos que enmarca el estreno del 2023, los habitantes de Bogotá regresamos en hordas a una ciudad que no deja de sorprendernos y que hoy nos aguarda con una serie de “picos y placas”. Los hay solidarios, regionales, numéricos, provisionales, evaluables y, sobre todo, imposibles de memorizar.
Si quieres hacer reír a Bogotá (o a la alcaldesa), cuéntale tus planes: esa podría ser la primera frase del himno de la ciudad. Si habías organizado turnos con tus vecinos para llevar a los niños al colegio, teniendo en cuenta los días pares e impares, o si habías logrado por fin armar un grupo de cinco para compartir carro y llegar al trabajo sin ahogarte en el Transmi, cambia de planes. Pero no preguntes por cuánto tiempo, pues todo está en evaluación permanente, y, según los resultados, te enterarás de los cambios con diez días de anticipación para que puedas planear de nuevo.
¿Que cuáles serán los criterios y la metodología? ¿Por secuencias numéricas, colores o géneros? Mejor ni preguntes: nadie lo sabe. Como en aquellas cajas antiguas de juguete de las que saltaba repentinamente un payaso impulsado por un resorte, y siempre nos pillaba desprevenidos, el efecto sorpresa es la clave.
A la pregunta “¿el poder para qué?”, Bogotá parece haber respondido con una mezcla paradójica entre un supuesto saber sobre lo que conviene a los ciudadanos, que faculta al gobernante para tomar decisiones autocráticas e intempestivas, pero que, simultáneamente, lo descarga de su responsabilidad en las tareas del funcionamiento de la ciudad, al delegarla en sus gobernados.
En nombre de esa “cultura”, que en ciertos momentos nos permitió tomar consciencia sobre nuestra capacidad de agencia, se ha “normalizado” una forma de gobernar restringiendo esa misma agencia. El ejemplo más visible de la creatividad oficial para cambiar reglas es el del “día sin carro”, con todas sus variaciones, que se exacerbó durante la pandemia (recuerden el pico y cédula o el pico y género), pero la costumbre alcanzó cotas altas de inspiración con “el día sin hombres”. No parece descabellado asociar ese laboratorio que es Bogotá con inventos nacionales como el día sin IVA, ¡y los que nos falta por ver!
Es innegable que el tráfico de Bogotá es anormal y que está poniendo en riesgo la salud física y mental de todos los ciudadanos, sus proyectos de vida y también los proyectos productivos como capital del país. Y aunque nadie discute que las soluciones involucran, en gran medida, el uso de los vehículos particulares, hay preguntas de fondo sobre la inestabilidad del contrato social que se propone a los ciudadanos cuando se les niega su capacidad de planear la vida según una estructura predecible. Esa estructura, que descansa en un tejido de normas compartidas, y en las consecuencias de no acatarlas, es la base de la confianza y de la autonomía ciudadanas. Y así como hay –o debería haber– una planeación de la ciudad en el nivel macro, tendría que reconocerse el derecho de planear en ese nivel micro que es la vida particular que necesita unas coordenadas estables.
Dado que la incapacidad de planear es parte del problema de movilidad de Bogotá, las soluciones de corto y mediano plazo requieren medidas urgentes por parte del gobierno local para afrontar la congestión inhumana que se extiende también a los s de TransMilenio y que está poniendo en peligro las vidas. A no ser que el paso siguiente consista en poner pico y placa por orden de estatura o por géneros.
YOLANDA REYES