Con esa mezcla de condescendencia y descuido que suscitan los asuntos considerados “de señoras”, muchos medios de comunicación se siguen refiriendo a Marelbys Meza como “la niñera de Laura Sarabia” (¡y no de su hijo!). Algunas periodistas le han dicho, incluso, “la nanny”, como guiñándole el ojo a cierto tipo de audiencia que suele llamar “maids” a las empleadas de las casas, tal vez con la intención de ser parte de esa lengua común que habla la gente supuestamente considerada “divinamente”.
Aunque el escándalo palaciego que comenzó con el robo de dinero de una maleta podría parecer ya la noticia de un periódico de ayer, sigue resonando en la psique nacional, pues funciona como un cuadro de costumbres y representa comportamientos y valores de un sector del país, con sus prácticas excluyentes e hipócritas.
De una parte, repetir ese lapsus (“niñera de Laura Sarabia”) infantiliza a la mujer que fue secretaria de la Presidencia y le resta capacidad para haber ejercido semejante cargo. De otra parte, llamar niñera, ‘nanny’, o incluso sirvienta a Marelbys Meza le borra su identidad. Una mujer adulta que necesita niñera y otra mujer a la que solo se nombra en función de su oficio al servicio de otra se convierten, a fuerza de repeticiones, en dos personajes de cartón cuya única importancia radica en representar un tinglado social.
En ese escenario palaciego, perfecto para los cuadros de costumbres, hay dos actores masculinos, ellos sí con identidades y acciones bien definidas, que mueven la trama. De un lado, el exembajador Armando Benedetti, iracundo, vengativo y escandaloso, llena los silencios incómodos con un lenguaje soez que supuestamente avergüenza (pero, en el fondo, fascina) a algunos medios, que se regodean citando sus palabrotas con la supuesta intención de informar a su audiencia, y luego piden disculpas mojigatas.
Por otro lado, el presidente Gustavo Petro, también iracundo, asume el papel de víctima adolorida y, aunque toma partido por la secretaria del Palacio, expulsa a los dos funcionarios y vaga, desde entonces, por palacios del mundo despotricando del arribismo de la clase media. La trama está atravesada por un objeto que no es una espada para vengar el honor, sino un detector de mentiras. Alrededor de ese aparato se van tejiendo conspiraciones que se asocian con tragedias, y que amenazan con convertir aquella sátira costumbrista en una novela negra con un misterio sin esclarecer, como suele suceder en nuestros episodios nacionales, casi siempre delirantes y truculentos.
Sin embargo, lo que más me interesa del cuadro de costumbres es que ningún elemento suena extraño o inverosímil: ni esos hombres iracundos que amenazan a las audiencias ciudadanas con sus berrinches y sus delaciones y cuyos desbordes emocionales se asocian con la fuerza y el poder político, ni las personas adultas que necesitan niñeras durante toda la vida, ni la desconfianza instalada frente al denominado “personal del servicio”, que aparentemente legitima el uso del detector de mentiras, y que, antes del asunto de Sarabia, no había sido noticia ni entre quienes lo practican ni entre quienes deben someterse a esa práctica ignominiosa por la única sospecha de necesitar el dinero de un trabajo.
Independientemente de sus futuros desarrollos judiciales y políticos, el caso de Sarabia pone el foco en prácticas naturalizadas en ciertos estratos, como someter al polígrafo a la persona que va a cuidar a los hijos para confiarle las personas más importantes. El chiste se cuenta solo, pero se ejerce en el club de las mejores familias: igual que esconder dólares en maletas, sonrojarse al citar palabrotas ajenas y solazarse al hablar de la ‘maid’ o la ‘nanny’, en ‘espanglish’.
YOLANDA REYES