El presidente Petro anunció por Twitter el nombramiento de Alejandro Gaviria como ministro de Educación, con una síntesis de sus principales retos: “Lograr la educación superior pública y gratuita... y aumentar sustancialmente el número de niños y niñas en el preescolar”, escribió, entre otros hilos. Se dice fácil, en pocos caracteres, pero Gaviria, que, por razones profesionales, tiene las cuentas claras, sabe que la distancia entre el dicho y el hecho comienza por el presupuesto. En un sistema educativo desfinanciado que, a duras penas, alcanza (y ni eso) para gastos de funcionamiento, y que impide hacer inversiones en calidad, uno de los desafíos es lograr reformas de fondo como la del Sistema General de Participaciones.
Sin plata, la revolución educativa es apenas una idea bonita, y el ministro tiene que afrontar seriamente esta alerta: ¡la plata no alcanza! Quizás por eso haya subrayado prioridades, a partir de las apuestas programáticas del presidente: ampliar coberturas en educación superior y en preescolar. En lo concerniente a educación superior, su experiencia como rector universitario es una señal que ratifica el desafío asumido por el Gobierno con una generación de jóvenes que, como vimos en el estallido social, reclama atención urgente para construir su proyecto de vida y requiere alivio para sus deudas educativas, y apoyo para conseguir trabajo.
En cuanto al preescolar, la confusión entre educación preescolar y educación inicial, más allá de un asunto de terminología, plantea un problema conceptual de fondo y afecta el presupuesto educativo a corto y largo plazo. Petro coincidió con Fecode en ofrecer un aumento de cobertura para tres grados de preescolar, es decir, desde los tres años. Sin embargo, lo que se había comenzado a hacer en Colombia alrededor de la Atención Integral a la Primera Infancia, y que quedó establecido en la ley ‘De cero a siempre’, indica que los tres años son un momento tardío para intervenir. En este siglo en el que las neurociencias, la economía y la pedagogía han demostrado la importancia de los seis primeros años, y particularmente de los tres primeros, en el desarrollo cognitivo y emocional de los niños, y por consiguiente, en el desarrollo del país, parece obsoleto conformarse con “anticipar” el ingreso al colegio.
Si, como lo señaló Gaviria en una entrevista reciente, “el lugar donde nacemos determina nuestra trayectoria, y la educación es la forma de igualar las oportunidades”, es necesario diferenciar entre llevar a la primera infancia al (mismo) colegio o crear un sistema de educación inicial específicamente dirigido a la primera infancia y encaminado al desarrollo integral de la población de entre cero y seis. Esto implica recuperar un trabajo intersectorial, que involucra la salud desde la etapa intrauterina, la nutrición, el saneamiento básico, la educación inicial, la cultura y la garantía de derechos ciudadanos, entre otros aspectos, para retomar la ruta de atención integral a la infancia, especialmente a la más vulnerable.
Seguramente Gaviria tiene clara la sentencia de Heckman, el Nobel de Economía, según la cual todos los niños nacen iguales, pero la primera infancia los discrimina para siempre. Seguro también conoce su ecuación sobre el significado de invertir en primera infancia y los costos en deserción, repitencia escolar, prevención de salud mental y programas de restitución de derechos que ahorra. Aparentemente es una inversión costosa –más del doble que garantizar tres años de preescolar–, pero es la más rentable para el país. Sin descuidar la educación básica, media y universitaria, o más bien, para cuidarla en el mediano plazo, ahí comienza la revolución educativa.
YOLANDA REYES