Hoy, mientras el país está absorto en los escándalos que ocupan la atención mediática de cada semana, millones de estudiantes de calendario A regresan a clases después de vacaciones. Es probable que nuevos pupitres estén vacíos, que sus antiguos ocupantes no contesten al llamado de lista y que sus profes y compañeros se pregunten por qué desaparecieron, pues suele suceder que de muchos no se vuelve a tener noticia, como si se los hubiera tragado la tierra (o el sistema educativo). De allí también desaparecen y se convierten en una cifra que engrosa las estadísticas sobre deserción escolar. Del estudiante que deja la escuela en forma temporal o definitiva, lo habitual es perder el rastro. Como si fuera un desaparecido.
El fenómeno de la deserción escolar, o el abandono de la escuela durante los años cruciales del ciclo educativo, desde la infancia hasta la juventud, no es nuevo en el país y suele ser irremediable, puesto que dejar de ir a la escuela un año, o dos o tres, tiene efectos demoledores para la autoestima y la confianza, y hace cada vez más difícil retomarla, lo cual multiplica de forma exponencial sus efectos adversos.
Además de la catástrofe emocional, cognitiva y social, un niño sin escuela es una pérdida de potencial mayor que las sumas cuantiosas perdidas por el derrame de combustibles, por la tala de bosques o por el robo de dinero público. Cada niña obligada a irse de la escuela es un cerebro sin desarrollar, un proyecto de vida que se queda en obra negra y, como está demostrado, un miembro con potencial para integrar los grupos y las economías ilegales.
Según noticias publicadas por medios como ‘Infobae’ o ‘Portafolio’, entre noviembre de 2022 y mayo de 2023, 473.786 niños y jóvenes han desertado de las instituciones educativas, en tanto que en 2021 y 2022 el promedio fue de 330.000. Esos informes, atribuidos a fuentes del Ministerio de Educación, señalan que el departamento con más deserción es Putumayo, seguido por Arauca, Guainía y Caquetá, lo cual plantea conexiones con el conflicto armado y corrobora las alertas sobre el aumento del reclutamiento ilegal de niños, niñas y adolescentes.
¿Cómo pensar en esa nueva ecología planetaria, con centro en la Amazonía, propuesta por los presidentes de Colombia y Brasil, sin atender estas alertas sobre el mayor recurso con el que cuenta la humanidad, que son estos niños?
Si bien los informes mencionados señalan también que las ciudades con índices mayores de deserción escolar son Bogotá, Medellín, Soledad (Atlántico) y Cali, y la atribuyen a factores de orden público y seguridad, sumados a la falta de recursos económicos, informáticos, familiares y culturales, cuyo ‘leitmotiv’ es la inequidad, considero importante señalar que estas cifras de deserción escolar de 2022 y 2023 no han sido oficialmente publicadas por el Ministerio de Educación a partir del Sistema Integrado de Matrícula (Simat), que es la base de datos en la cual se reportan los estudiantes matriculados en todos los niveles educativos.
Dado que la información sobre cómo se cerró el año escolar 2022 aún no ha sido entregada, a pesar de estar comenzando el segundo semestre de 2023, es urgente presentarla públicamente para saber si las estimaciones sobre deserción son reales o si aún se quedan cortas.
Pese al retraso en la actualización de cifras, todo indica que en 2023 la escuela sigue perdiendo niños y cabe preguntarse cuál es su lugar en un proceso de paz total. Cada día y cada semestre son irrecuperables para cada estudiante que se pierde por la guerra, la pobreza, el acoso escolar, la falta de acompañamiento o, simplemente, porque la escuela no le dice nada. Así, sin permanencia, la educación superior como derecho es una falacia.
YOLANDA REYES