Le debo el título de mi columna a Moisés Wasserman, quien se refirió, en estas páginas, a la hipervigilancia gubernamental que obliga a los científicos del país, en el caso improbable de obtener algún auxilio estatal para sus investigaciones, a “diligenciar” tantas planillas que los dejan sin tiempo para dedicarse a investigar.
Parece que a la anormal sospecha que gravita sobre cualquier conciudadano, los sistemas nacionales de inspección, vigilancia y control suman una desconfianza mayor por el trabajo académico o creativo. Quizás por eso los “emprendedores” de estos campos dedican gran parte de sus jornadas laborales e innumerables horas extras a “validar” protocolos y a “socializar” papeles con las autoridades competentes. Por eso se madruga tanto aquí, llenando planillas que nadie nunca lee.
“Algo habrán hecho”, tal vez dicen los inspectores que vigilan los emprendimientos con diligencia similar a la de los espías de las dictaduras, y cuyo oficio es desconfiar de las personas naturales o jurídicas dedicadas a oficios profesionales, educativos o comunitarios. Lejos de apoyar esos emprendimientos, en su mayoría agrupados bajo el rótulo de mypimes, que a duras penas tratan de recuperarse de las adversidades de la pandemia, las exigencias estatales aumentan cada día.
Así, no basta con respetar los contratos y los derechos de los trabajadores, ni con pagar los impuestos, según lo establecido, pues las mismas dependencias parecen desconfiar de sus propias instancias y, en vez de trabajar con las regulaciones existentes, inventan más y más. En eso, hay que reconocerlo, Colombia es una potencia mundial de la vigilancia inútil y es una industria que genera mucho empleo.
En estos días, por ejemplo, hay que “reportar el cumplimiento de la implementación del SG-SST” (sic), una sigla que podría asociarse con algún organismo secreto, pero que significa Sistema de Gestión de Seguridad y Salud en el Trabajo. Es tan dispendioso elaborar sus matrices (de requisitos legales, de peligros, de gestión del cambio) y participar en interminables planes de mejoramiento, que existen contratistas especializados en crear esas matrices y abrir esa caja de Pandora que, una vez abierta, no se cierra jamás. Eso es característico de las entidades de control: siempre falta un papel y siempre hay nuevas exigencias.
En el ámbito distrital, el invento más reciente obliga a las entidades sin ánimo de lucro a redactar un PTEE. La sigla, que podría sonar a examen médico, significa “Programa de Transparencia y Ética Empresarial” y debe contener “mecanismos y normas internas de auditoría para detectar y prevenir los riesgos de corrupción o de soborno transnacional (C/ST)”. Por aterrizarlo en un ejemplo cercano, una librería que hace “horas del cuento” y vende libros para niños debe crear matrices en las que explique a la Secretaría Jurídica Distrital cómo podrá prevenir el soborno transnacional, el control del lavado de activos y la financiación del terrorismo.
Para no seguir con esta enumeración que podría llenar columnas interminables (de Excel), les dejo una perla regulatoria de la semana pasada. En la visita de inspección y vigilancia de la SDIS (Secretaría de Integración Social) a un jardín infantil, el ingeniero encargado de los ambientes adecuados exige que todas las esquinas de las paredes de la casa sean redondeadas para eliminar filos que puedan provocar accidentes en los niños. La casa es alquilada, el jardín no queda en Dinamarca y, además, los niños viven en casas con paredes rectas similares.
Son normas tan absurdas que siempre quedan en proceso. Por eso hay gente que, en vez de crear mipymes, se dedica, como vemos a diario en las noticias, a emprendimientos más rentables.
YOLANDA REYES