La decisión de poner todo el cuerpo (y el alma) para albergar otra vida, y hacerse cargo de su fragilidad inicial, de su desarrollo, de su cuidado y de su educación durante muchísimos años, marca el resto de la vida. Esa revolución existencial que comienza a gestarse al anunciar aquellas antiguas palabras –‘voy a tener un hijo’– parte en dos la historia de una mujer, o a veces de una pareja, pero sobre todo atraviesa el cuerpo de una mujer. Y como todas las historias humanas, está inmersa en una trama de significados cambiantes a lo largo del tiempo.
Si ya sabemos que no hay narrativas fijas, la decisión de ser (o no ser) madre está ligada a la historia de la sexualidad, del amor, del género, de la demografía y la política, y a las ideas que hoy tenemos sobre las mujeres y los hombres, con la enorme diversidad que cabe entre esos dos sustantivos. Más allá de la unión de un óvulo y un espermatozoide, hay un complejo entramado de significados privados y públicos que hacen imposible concebir la maternidad como una condición –o una fatalidad– exclusivamente biológica.
En la segunda década de este milenio leemos la vida, nos pensamos de muchas maneras y tenemos credos distintos, y estos cambios afectan drásticamente conceptos antes unívocos como familia, ‘patria potestad’ y derechos sexuales y reproductivos, entre muchos otros, que están ligados a los debates actuales sobre la despenalización del aborto. O, para llamarlo con palabras que ponen el énfasis en la agencia de las mujeres, sobre la interrupción voluntaria del embarazo.
A la luz de esa idea de agencia, las tres causales para la despenalización del aborto que se aceptan en Colombia desde el fallo de 2006 (el riesgo para la vida o la salud física y mental de la madre, la violación o las malformaciones del feto, incompatibles con la vida), y que la abogada Natalia Bernal ha pretendido reversar, hoy son insuficientes puesto que trasladan la decisión de una ciudadana de interrumpir su embarazo a un veredicto externo o, para decirlo en términos coloquiales, a una especie de ‘excusa médica’ que ratifique alguna de las tres causales.
En esa idea de conseguir que alguien certifique un peligro (y no un personal y claro ‘no quiero’) sigue implícita la eterna culpa que presiona a las mujeres a desear ser madres y que no les da opciones, como si frente un embarazo no buscado solo existiera la salida de demostrar un peligro extremo.
Un embarazo y un parto pueden ser experiencias fascinantes o devastadoras, pero son apenas el comienzo de una relación que afecta, como mínimo, a dos personas durante toda la vida. Desde este punto de vista, la garantía irrestricta de los derechos sexuales y reproductivos de una ciudadana, tanto si acepta un embarazo como si decide interrumpirlo, y el acompañamiento del Estado en ambos casos es lo que esperaríamos de un Estado social de derecho en este milenio.
Esa potestad de decir ‘no’, que ha sido estigmatizada en la educación de las niñas y las mujeres y que hace ver como ‘descortesía’, arrogancia o, incluso, inmoralidad cualquier decisión basada en la voluntad, en la libertad, y en la elección del proyecto de vida, es el contexto en el que se sitúa la despenalización total del aborto, y, según lo informó este diario, el borrador de la ponencia del magistrado Alejandro Linares, que se conocerá en estos días, propone esa despenalización total hasta la semana 12.
El poder de decir ‘no’ (y no solo para interrumpir voluntariamente un embarazo no deseado) está cerca de la libertad para decir sí, y hacerse cargo de un hijo, con toda la ambivalencia y la complejidad que entraña esa decisión. Hacerse cargo o cargar: he ahí el fondo de este debate.
YOLANDA REYES