En estos días en los que nos preguntamos cómo será el año escolar, el Gobierno ha divulgado un documento Conpes con la ‘Política nacional de lectura, escritura, oralidad y bibliotecas escolares’, en la que se invertirán 498.954 millones de pesos durante los próximos ocho años. Contar con un documento del Consejo Nacional de Política Económica y Social que organice acciones, recursos y compromisos intersectoriales para garantizar el pleno a la cultura oral y escrita, más allá de este cuatrienio, y hasta 2030, es una excelente noticia.
Así como aquel célebre Conpes titulado ‘Colombia por la primera infancia’ marcó el comienzo de una toma de conciencia sobre la importancia de la inversión en esa etapa crucial para el desarrollo, asumir ahora como una apuesta de Estado la formación de lectores es un asunto de supervivencia educativa y económica.
El bajo interés por la cultura oral y escrita que se menciona en el diagnóstico del Conpes es tristemente conocido y ha sido corroborado por los puntajes de las pruebas nacionales e internacionales de lectura durante muchos años. En eso, todos estamos de acuerdo; sin embargo, hay preguntas esenciales sobre el lugar real que se le asigna a la lectura en este país y en esta democracia que deberían preocuparnos más que los meros aspectos de infraestructura escolar y bibliotecaria.
Si los libros han sido objeto de tantas mutaciones y tantas inequidades, y si hoy se pueden guardar bibliotecas inmensas, portátiles y ubicuas entre el bolsillo, las ideas sobre lectura, educación y bibliotecas, con todos sus campos semánticos y en todos sus escenarios, requieren de una reflexión más sustentada sobre lo que significa hoy la formación de lectores y escritores.
En este país que parece cada vez menos dispuesto a debatir versiones distintas, en el que muchos ciudadanos y medios de comunicación han sido proscritos por el simple hecho de hacer lecturas críticas y en el que la cultura se está confundiendo con frases hechas sobre emprendimiento, en fondo naranja, parece un contrasentido pedir a las instituciones educativas, como si estuvieran en una burbuja, que tengan razones para creer en lo que hoy no tiene reconocimiento en la vida real de Colombia.
Quizás por poner el foco en las instituciones educativas, el documento Conpes olvida referirse al ecosistema cultural que le da contexto a la experiencia lectora y en el que se inserta la cadena del libro. La omisión en esta apuesta de las librerías, de los creadores y los artistas –incluso de los autores del documento–, de los editores y de tantas iniciativas culturales de encuentro con los libros que se han desarrollado desde hace muchos años en tantos lugares del país, muchas veces al margen de las ayudas gubernamentales, deja la política circunscrita a la educación oficial, y hoy tenemos claro que el al mundo simbólico es más complejo, más rico y diverso, y menos centralizado, y que todos los eslabones de la cadena necesitan apoyo para funcionar juntos.
Tal vez es esa desconexión con el ecosistema cultural y esa escisión entre la lectura escolarizada y tantas otras formas de leer, escribir, debatir y decir las que han hecho creer a muchas personas de este país, durante muchas generaciones, que la lectura no tiene mucho que ver con sus vidas ni con la oportunidad de descifrar e inventar una historia distinta.
Pensarla como un propósito nacional, colectivo y de largo plazo, supone también apostar por un trabajo de equipo, en diálogo permanente con todos los eslabones de la cadena y con todas las formas posibles, muchas aún no inventadas, de leer, escribir, expresarse, participar y tener una voz desde el comienzo y durante toda la vida.
YOLANDA REYES