En los últimos años se han establecido tres medidas para regular la industria alimentaria en el país: el impuesto a las bebidas azucaradas, el impuesto a los alimentos designados como ultraprocesados y los sellos frontales en productos con elevado contenido de ciertas sustancias, como sodio o grasas trans.
Esta última es objeto de una polémica, pues se han encontrado productos en el mercado que presuntamente deberían exhibir estos sellos y no lo hacen. En los casos en que los fabricantes abiertamente contravengan la norma, la solución es sencilla: aplicar la ley. Pero hay casos más complejos: los de industriales que adaptan sus productos para no sobrepasar los umbrales que obligan a colocar los rótulos.
En esa situación no se puede hablar de ilegalidad: los fabricantes solo cambian la receta para evitar un sello que consideran que los afecta comercialmente. Incluso, puede argumentarse que la adaptación demuestra la efectividad de la norma. Pero esas reformulaciones no siempre derivan en productos más saludables. Para reducir la concentración de una sustancia, el fabricante puede remplazarla por otra, o cambiar el contenido de calorías: ajustes no siempre deseables desde el punto de vista nutricional.
La historia de las políticas públicas está llena de ejemplos de medidas que trajeron efectos contrarios. Este parece ser uno de ellos. Pero eso no quiere decir que no se pueda incidir benéficamente en la nutrición de los colombianos a través de la legislación.
Una alternativa es no solo diseñar incentivos negativos para desestimular ciertas prácticas, sino incentivos positivos para promover otras. Los sellos de calidad, las denominaciones de origen, las denominaciones de tradición, las certificaciones industriales, y otras medidas, existen en muchas partes del mundo a fin de incentivar buenas prácticas en la elaboración de alimentos. Colombia podría también cambiar la receta y copiar algunas de esas iniciativas. La zanahoria, al fin y al cabo, es más nutritiva que el garrote.