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Debe juzgarse a un gobierno por la manera en que trata a quienes no le creen.

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Una pregunta tramposa e incorregible recorre las barras del Gobierno: ¿por qué no nos escandalizaron las masacres, ni las tentaciones autoritarias, ni las superintendencias persecutoras, ni las financiaciones sucias de las campañas, ni las corrupciones, ni el desprecio de los acuerdos nacionales, ni las intervenciones a las EPS, ni las estigmatizaciones, ni las traiciones al feminismo que son traiciones a la democracia, ni las frases violentas ni las ineptitudes cuando el presidente era Duque? La primera respuesta, que prueba que nuestra esperanza es irredimible, es que no solo nos repugnaron, sino que nos tomaron por sorpresa: es cuestión de releer lo que se dijo de 2018 a 2022. La segunda respuesta, que a estas alturas es una triste obviedad, es que el sentido de este gobierno era obrar bien: convencernos a todos, por ejemplo, de convivir. Y entonces queda oficialmente inaugurada la temporada de asumir la responsabilidad.
(También le puede interesar: Proverbios)
Queda oficialmente inaugurada la hora de asumir la responsabilidad por las decisiones que reparan o que rompen las vidas ajenas. Es la hora del carácter.
Colombia no necesitaba otro gobierno del trauma: sí, el establecimiento fue caritativo e infame, la Violencia engendró un pueblo dolido dentro del pueblo, la guerrilla pasó de liberar a secuestrar al trabajador, el paramilitarismo se tomó el país, el uribismo resultó nefasto, la guerra se volvió un reguero de bandas de narcos –y a todos nos forman, de cierto modo, las heridas–, pero esta presidencia unipersonal e impredecible juró no ser otro ajuste de cuentas, sino la madurez de esta democracia. Debe juzgarse a un gobierno por la manera en que trata a quienes no le creen. Y la rutina del actual no ha sido cuidar a propios y extraños, sino repartir culpas, sin derecho a defensa, a diestra y siniestra: cada día algo o alguien queda manchado para siempre, y, como en la canción, se repite y se repite “nosotros no empezamos el incendio”.
La rutina del actual no ha sido cuidar a propios y extraños, sino repartir culpas, sin derecho a defensa, a diestra y siniestra.
De la pandemia, que aquí se dio entre la guerra y el estallido social, aprendimos que tiene que irse la vida en lo que importa, que vivir es ayudar y dejarse ayudar, que el tal cambio, que reclaman las plegarias de todas las ventanas, es la solidaridad. Yo voté para que la embajadora Gil consiguiera romper el “Consenso de Viena” que nos tenía atascados en el prohibicionismo o para que el Ministerio del Trabajo se tomara en serio la lucha épica de Acolfutpro, pero no para escucharles a los vecinos recalcitrantes que “la democracia es de clase media”, ni para leer las calumnias tuiteras de estos maniqueos con rabo de paja, ni para celebrar esas banderas percudidas, setenteras, que marchan empeñadas en olvidar las luchas ajenas –piensen, para no ir muy lejos, en los mártires de las últimas dos décadas del siglo XX– que también nos trajeron hasta acá.
Si alguien puede hacerse el pendejo en este mundo –el término bíblico es “lavarse las manos”–, ese es, sin duda, cualquier político colombiano: basta escudarse en preguntas sinuosas como “¿están del lado de esos senadores comprados?” o “¿recuerdan las ‘órdenes de letalidad’ de 2019?” o “¿prefieren a ese expresidente a punto de ir a juicio?” para eludir la responsabilidad. Se da por hecho que, luego de esta presidencia de la incertidumbre, llegará a la desdeñada Casa de Nariño algún opositor radical dispuesto a todo, pero todavía puede venir, por fin, un gobierno para esa paz que va de las palabras a los hechos. Es fácil ser pesimista en este punto de este bisiesto. El país se le está viniendo encima hasta a la gente que no ve las noticias. La política no es un gusto adquirido, sino una sombra. Y, sin embargo, estos días exigentes pueden estar formando un puñado de liderazgos para la solidaridad.

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