Un estudio del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), reseñado en las páginas de este diario el lunes pasado, ha planteado un asunto complejo. Ha puesto en perspectiva el tratamiento que se les ha venido dando –desde los tribunales hasta las cárceles– a las mujeres condenadas por tráfico de drogas.
Quizás la conclusión más importante a la cual conduce dicho estudio sea la necesidad, señalada anteriormente por la Corte Constitucional, de enfrentar con enfoque de género el espinoso tema de las mujeres en las cárceles: a fin de cuentas, la población femenina es infinitamente inferior a la masculina, y sin embargo no se da un tratamiento diferenciado.
Hace énfasis el estudio de la CICR en el hecho de que prácticamente, la mitad de las 8.257 mujeres que se encuentran presas han sido detenidas por fabricación, porte o tráfico de estupefacientes. E insiste –desde lo humano, pero también desde lo práctico– en una crítica al hecho de que, dentro de la lógica de la guerra contra las drogas, la privación de la libertad haya sido la principal solución del problema: ¿qué tanto está sirviéndole a la sociedad que estas mujeres, casi todas madres cabeza de familia, estén pagando semejantes penas en cárceles que además están pensadas para hombres?
Como dice el informe citado, una enorme mayoría de estas mujeres no han cometido delitos violentos. Y, aun cuando es de suma importancia que paguen por lo que han hecho, pues no están por fuera de la ley, está visto que encarcelarlas no solo es devastador para ellas, sino para sus hijos. Si estas madres no son personas violentas, sino apenas ciudadanas en situaciones económicas apremiantes que se han dejado tentar por ser parte de la cadena del negocio de las drogas –por almacenar o por consumir o por vender– sin caer en actos de sangre, valdría la pena pensar en que cumplan penas alternativas.
Cuando no es así, cuando estas mujeres entran a prisión –según lo muestran las cifras– al cometer su primer delito, la consecuencia principal es que sus hijos –que muchas veces no tienen a nadie más– quedan solos y expuestos a los riesgos de la vida de la calle. No son las grandes redes del narcotráfico, que reemplazan a sus vendedoras y sus mulas sin ningún problema, las que tiemblan cuando es encerrada una de estas personas. Son estas familias, claro, deshechas por los errores de sus madres. Hay que prever que esto no sea escudo de quienes las utilizan, pero ellas podrían tener la oportunidad de redimirse, de encontrar nuevos modos de supervivencia, mientras se paga el delito cometido.
Subyace en el reporte del CICR, en últimas, la gran pregunta por la proporcionalidad de las penas, por la forma más efectiva, más ejemplar, de hacer justicia. ¿No es suficiente la prisión domiciliaria, por ejemplo, para una persona que ha cometido un delito no violento? ¿No le sirve más al país un verdadero plan de resocialización para estas mujeres que han caído en la trampa por primera y última vez? Si lo que busca Colombia es la reparación de una cultura afectada por el narcotráfico, la respuesta a estos interrogantes sería afirmativa.