Ha sido un año determinante para Disney, la compañía norteamericana del entretenimiento que durante cerca de un siglo ha sido una fábrica de mitos globales y de relatos que pasan de generación en generación. Luego de librar un pulso de meses con el gobernador de Florida Ron DeSantis, posible precandidato presidencial por el Partido Republicano, a raíz de la ley que prohíbe que en las escuelas de la región se les hable a los niños de orientaciones sexuales, la empresa ha tenido que soportar que su película animada Lightyear –una exploración de uno de los personajes de la popular Toy Story– sea prohibida en 14 países por mostrar un beso entre una pareja de mujeres.
Durante el primer semestre de este año lleno de noticias, Disney, que durante décadas fue acusada de promover los valores conservadores y de ser una oficina de propaganda del estilo norteamericano de la vida, se enfrentó al republicano DeSantis –hasta el punto de anunciar que dejaría de donarle dinero al estado– por culpa de la prohibición en la Florida de la enseñanza de la identidad de género. Pero ahora, por culpa de la censura de Lightyear, en pleno mes del orgullo gay, en países como Egipto, Kuwait o Malasia, la empresa se ha visto en la necesidad de pasar de defensora de la comunidad LGBTQ en Estados Unidos a ser un símbolo mundial de la tolerancia.
Disney lleva años haciendo películas que promueven la inclusión. Su decisión de mostrar un beso entre una pareja de madres, que es una muestra más de su intención de representar a una comunidad que sus producciones dejaron de lado durante décadas, ha recordado que también sigue propagándose la ignorancia: la repetidísima mentira, por ejemplo, de que la orientación sexual se aprende. Ha habido verdadero coraje en la decisión de Disney. Su defensa de la tolerancia en los salones de clase y en el cine ha demostrado que su lealtad no tiene que ver con las agendas políticas, sino con los valores democráticos.
EDITORIAL