La semana pasada estuvo marcada por dos hechos trágicos: los asesinatos de Juana Perea, en Nuquí, Chocó, y de Oswaldo Muñoz dentro de un bus de TransMilenio, en el norte de Bogotá. Aunque se trata de dos contextos diferentes, los une algo que es muy grave: la facilidad, histórica, sí, creciente, también, una verdadera desgracia en todo caso, con la que algunos en esta sociedad matan para librarse de quienes se interponen en su camino.
En el caso de Muñoz hay que detenerse, con dolor, en la facilidad con la que los tres individuos que lo abordaron en el articulado para, al parecer, robarle su teléfono celular, terminaron recurriendo a la violencia, que acabó siendo homicida, con el fin, como todo apunta, de apoderarse del dispositivo que recientemente había adquirido. Estaban dispuestos a todo. Así pusieron fin a la existencia de un hombre del que dependía una familia entera, un trabajador ejemplar. Algo anda muy mal en una sociedad en la que sea habitual –y es que es cada vez más frecuente– recurrir a tal nivel de violencia para apoderarse de un simple aparato. Este caso sacudió a la opinión, pero hay que dejar claro que han sido muchos más los ocurridos en el último tiempo. Valga también hacer eco a la pregunta que, sumidos en el dolor, hicieron sus familiares: ¿cómo es que nadie lo ayudó? ¿Cómo explicar que no hubo quién, ni cómo atenderlo para detener la hemorragia causada por la herida en su pierna, encontrándose en un lugar tan transitado, tan cercano a varios centros asistenciales?
El caso de Perea, mujer colomboespañola que había encontrado en el paradisíaco Nuquí el lugar para cumplir su sueño de implementar un modelo de turismo sostenible y responsable, encarna otra situación igualmente grave, crítica y trágica que no puede dejar dormir tranquilo a nadie que en Colombia todavía crea que es posible un país mejor.
Como les ha ocurrido a los más de 200 líderes y lideresas sociales que han sido asesinados este año en el país, el asumir la vocería de los más vulnerables –seres humanos, pero también, como en este caso, seres vivos que habitan las selvas del Chocó– para confrontar los intereses de poderosas y muy opacas maquinarias le costó la vida a Juana Perea.
Algo anda muy mal cuando ponerse del lado de los vulnerables significa de entrada poner la propia vida en juego
Organizar a las comunidades para defender derechos fundamentales es, cada vez más en Colombia, una actividad de alto riesgo. Son muchos, por desgracia, los plenamente dispuestos a silenciar con balas asesinas a quienes son vistos como obstáculo, como peligro, por el simple de hecho de pensar no solo en sí mismos, sino en los demás. De nuevo: algo anda muy mal en una sociedad en la que hacerse del lado de los débiles, darles voz y visibilidad a los marginados cuando se siente el asedio de poderosos criminales significa poner la propia vida en juego.
Juana Perea creía, como se lo relató su amiga Alejandra Jiménez a este diario, que hacer las cosas bien era garantía de que los demás le iban a responder con el bien. No puede ser que quienes así piensan en Colombia sean vistos como ilusos soñadores.
EDITORIAL