El edificio Aquarela de Cartagena serviría como alegoría de muchos de los problemas del país. Primero, se permite, por corrupción o por negligencia, la realización de algún acto en contravención de las normas vigentes. Cuando los afectados denuncian los hechos, la transgresión ya está parcial o totalmente consumada, lo que hace difícil revertirla. Finalmente, un tribunal o un ente de control ordena resarcir los daños, a un costo mucho mayor que el de haberlos evitado desde el comienzo.
El Aquarela se hizo tristemente célebre en 2017, cuando el país conoció que una edificación de 30 pisos de altura estaba siendo levantada a 200 metros del castillo de San Felipe, considerado patrimonio de la humanidad por la Unesco. Como si fuera poco, se trataba de una de cinco torres proyectadas.
El escándalo llevó a la interrupción de la obra. Comenzó entonces una batalla jurídica que enfrenta a los promotores del proyecto, a más de 900 familias que invirtieron sus ahorros en los apartamentos y al Estado, que absurdamente otorgó los permisos de construcción. Este mes, finalmente, en respuesta a una acción popular elevada por el Ministerio de Cultura, un juzgado de Cartagena ordenó demoler el edificio por “impactar en forma agresiva (...) un bien de interés cultural preciso y su entorno, vulnerando los derechos colectivos”. La alcaldía y la Promotora Calle 47 cuentan con tres meses para presentar los estudios técnicos de la demolición.
La trama, sin embargo, puede no haber concluido aún, pues la alcaldía informó que apelará el fallo, por considerar que al Distrito le corresponde una responsabilidad injustificada en la demolición de la torre. De ser así, se asomaría otro elemento típicamente colombiano en esta historia: la frustrante dificultad para llevar a buen término los conflictos por medio de los cauces legales. Esperamos que en el caso del Aquarela no se confirme esa dificultad y que su remoción se lleve a cabo rápida y cuidadosamente, por el bien del país y, sobre todo, del Corralito de Piedra.
EDITORIAL