Inesperado y revitalizante para el pontífice y para muchos católicos y católicas fue el rotundo éxito de la Jornada Mundial de la Juventud que acaba de tener lugar en Lisboa (Portugal), con presencia del papa Francisco.
Lo cierto es que en este país, de apenas diez millones de habitantes, se reunieron un millón y medio de jóvenes provenientes de todo el planeta para escuchar al pontífice argentino animarlos ya no solo a “hacer lío”, como fue su consigna hace diez años en Río de Janeiro, sino también a luchar por la paz, la inclusión –“en la Iglesia caben todos, todos, todos”– y el cuidado del ambiente. Una hoja de ruta para materializar ese llamado inicial.
Y lo hizo ante lo que algunos han llamado incluso “una multitud bíblica”, reforzada por los 600 millones de personas que siguieron la jornada por los diferentes medios. Y tuvo lugar en un momento crucial en el que la Iglesia intenta, con altas y bajas, afrontar el flagelo de los abusos sexuales de sacerdotes y del clero que tanta mella, con razón, ha hecho en su imagen.
Inspirado en el evangelio más que en ideologías –como sus críticos sostienen–, el pontífice se mostró crítico frente a la pasividad de los jóvenes que resignan al actual estado de cosas del planeta: “¡No sean es de miedos, sino emprendedores de sueños!”, clamó. El acento en la inclusión, mensaje dirigido claramente a quienes son minoría por su orientación sexual, fue otro punto clave no exento de reacciones de molestia en los sectores más conservadores.
La novedad aquí pasa por haber reunido a tantas personas, la mayoría jóvenes, en torno a un mensaje de esperanza en un mundo herido, sin lugar a dudas, en el que cunde el temor por un futuro de crisis climática, polarización ideológica e inteligencia artificial desbocada. Y es que, como varios lo resaltaron, lo verdaderamente revolucionario del Papa es su mensaje de esperanza, de que es posible una vida con propósito y sentido en un mundo que lo pide a gritos.
EDITORIAL