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Un flagelo que no cede

Mientras avanza el propósito de ‘paz total’, urge proteger a comunidades y líderes.

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El lunes pasado fue asesinado en La Unión, Nariño, Wílder Córdoba, reconocido en su comunidad por sus denuncias periodísticas, la veeduría que ejercía sobre la gestión pública y su liderazgo siempre en defensa de los más vulnerables.
Este asesinato se suma a los de otros 171 de líderes sociales en lo que va del año. Un flagelo que no cesa y, al contrario, va en aumento. A falta de un mes para que termine el año, ya se superó la cifra de personas con liderazgo en su comunidad asesinadas en 2021. El relevo en la Casa de Nariño no ha traído consigo, por desgracia, mejoras en este frente. En lo que va del nuevo gobierno, 35 líderes han caído bajo las balas asesinas. Otro fenómeno delictivo y atroz, las masacres, también persiste: desde el 7 de agosto a hoy se han presentado 29 y en lo transcurrido del año, 91. En todo el 2021, según Indepaz, se registraron 92.
Frente a esta triste y más que inquietante realidad, la estrategia se ha concentrado en buena parte en la política gubernamental de la ‘paz total’, cuya promesa central es justamente el regreso de la tranquilidad y del imperio de la ley en estos territorios. Pero dicho escenario, no obstante los anuncios y la expectativa creada, se ve aún muy lejano, sobre todo mientras persistan los factores objetivos que alimentan la violencia: rentas ilegales y una presencia estatal que está lejos de ser integral.
Y no solo persisten, sino que tienden a crecer y fortalecerse, como ocurre con el aumento del 43 por ciento entre 2020 y 2021 en las hectáreas cultivadas con coca que recientemente reportó el sistema de monitoreo de Naciones Unidas. La minería ilegal, el contrabando y la extorsión tampoco dan señales de ceder. En suma, infortunadamente sigue el caldo de cultivo para que los grupos armados mantengan su fortaleza e intimiden a la población y señalen como objetivo a todo aquel representante de sus intereses que se atreva a cuestionar su actuar. Todo esto pese a los anuncios de supuesta buena voluntad de varios de los grupos que parecen comprometidos con la ‘paz total’.
Lo prioritario mientras se avanza con los diálogos y el sometimiento es entender que no se puede seguir enfrentando a los ilegales y protegiendo a la gente con las fórmulas del pasado
En relación con esto último, es clave entender que este contexto marcado por una disputa constante del crimen organizado por acceder a rentas, objetivo que exige un cierto nivel de control social, es diferente del vivido en tiempos en los que las guerrillas desafiaban al Estado con el propósito de tomarse el poder. En el anterior estado de cosas, un cese de hostilidades como el que hoy se ha anunciado significaba, de inmediato, un alivio para la población civil, sometida a combates, hostigamientos y tomas de poblaciones. La realidad ha cambiado. Es así como en el presente, los anuncios de estos grupos de no atacar más a la Fuerza Pública —que parece tener un nivel de cumplimiento en tanto las cifras demuestran una disminución notable en este indicador, superior al 70 %— tienen escaso impacto en la cotidianidad de la gente y tampoco dejan mayor huella en las finanzas de los ilegales. Mientras todo esto ocurre, la población sigue padeciendo el azote silencioso, pero no por ello menos angustioso, de la extorsión, el desplazamiento y los confinamientos forzados.
Ante este panorama, surge el interrogante de cómo el Gobierno está pensando actuar para garantizar la seguridad y la tranquilidad de estas comunidades mientras los esfuerzos de diálogo con los grupos criminales dan resultados. Inquieta que en este frente persistan las fórmulas habituales como consejos de seguridad y despliegue de pie de fuerza, que corresponden, reiteramos, a desafíos para el orden público que hoy son menos relevantes que hace algunos años.
Por eso, en el corto plazo, el Ejecutivo está en la obligación de garantizar la seguridad y la convivencia en dichas zonas, independientemente de lo que suceda con los acercamientos en curso con los grupos violentos. Se necesita entender las nuevas dinámicas de la ilegalidad y responder con nuevas fórmulas. La llamada seguridad humana requiere, urgentemente, concretarse en lineamientos claros para la Fuerza Pública. Hay que actuar con sentido de urgencia frente a todas esas conductas delictivas mencionadas que siguen siendo un tormento para la población, en especial para quienes son valerosas voces de sus conciudadanos, más allá de que los armados detengan sus acciones bélicas.
En el largo plazo, con la vista puesta en las promesas de la ‘paz total’, tiene que estar muy claro que esta solo será real y con impacto en la vida cotidiana de las comunidades si se entiende que la misma no se limita al silenciamiento de los fusiles. A través de una presencia integral estatal, diversa y duradera, es indispensable neutralizar los demás factores. Este propósito debe estar por encima de las metas que se planteen en cada cuatrienio. Se trata de revertir, además y de manera urgente, la dramática situación de los líderes sociales. Protegerlos tiene que ser un compromiso de la sociedad y una política de Estado.
EDITORIAL

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