Ecuador y Perú irán a las urnas este domingo para elegir presidente en un momento crucial de su historia, dados el brutal impacto del coronavirus, la dura crisis económica que enfrentan y la polarización o la inestabilidad política que asustan a uno u otro como un fantasma que se cierne sobre sus democracias.
En el caso ecuatoriano, es ya la segunda vuelta que enfrentará al delfín del expresidente Rafael Correa, Andrés Arauz, y al exbanquero Guillermo Lasso, un choque en el que se observan dos proyectos políticos diametralmente opuestos en lo económico, pero que se hermanan en su conservatismo en cuanto a temas como la despenalización del aborto o la eutanasia, entre otros, relacionados con los derechos ciudadanos.
Por ejemplo, Arauz propone la entrega de un bono de mil dólares a las familias más necesitadas y distanciarse del Fondo Monetario Internacional (FMI), lo que a estas alturas suena más a populismo que a salida certera, ya que la economía del país vecino está altamente endeudada y el petróleo, su principal fuente de ingresos, a veces no ayuda con su precio.
En ninguno de los dos países el panorama se percibe muy alentador. Pero que el pueblo hable a través del voto es, con todo, un gran primer paso.
Una receta muy al estilo Correa desde que era ministro de Economía, que ante las masas puede sonar muy atractiva, pero cuyo proyecto y popularidad se vieron seriamente opacados por los casos de corrupción que lo tienen refugiado en Bélgica, a la espera de un regreso en el que se presume buscará saldar cuentas con sus detractores; entre ellos, por supuesto, el saliente presidente, Lenín Moreno. Este llegó al poder montado en el bus correísta, pero se deslindó de manera traumática a medida que afloraban las investigaciones.
Con Lasso se espera un segundo tiempo de Moreno, con un modelo más próximo a la receta neoliberal, cercanía con el FMI y acuerdos de libre comercio con EE. UU. y los países asiáticos. Pero, en el fondo, esta elección es más un plebiscito definitivo sobre el correísmo, mucho más si se piensa que el movimiento indígena de Yaku Pérez, el único que proponía un sendero no caminado, y que quedó de tercero, pide la nulidad de la votación.
Con todo, ya es un logro que haya traspaso democrático del poder tras los antecedentes de que en el Ecuador caían y subían presidentes en cuestión de meses. A veces, de días.
El caso peruano es, si se quiere, más complejo. El país, que ha tenido cuatro presidentes desde el 2018, llega a la primera vuelta con 18 candidatos (sí, 18), ninguno de los cuales supera el 10 por ciento de la intención de voto. De esos 18, solo siete (sí, siete) tienen oportunidad real de ir a balotaje porque sus diferencias son menores que el margen de error de las encuestas, lo que pinta un escenario absolutamente fragmentado en el cual el común denominador son la desconfianza y la incertidumbre de los peruanos, que a 24 horas de las votaciones no ven la figura que los lidere para salir de la crisis del covid-19, con cifras récord de muertos y contagiados (más de 300 diarios y 13.000, respectivamente) y reencamine su economía, hasta hace poco modelo, pero que ha tenido recientes caídas históricas.
Ni en Ecuador ni en Perú el panorama se percibe muy alentador. Pero que el pueblo hable a través del voto ya es un gran primer paso.
EDITORIAL