El infame atentado que el pasado miércoles cobró la vida de ocho policías en zona rural de San Pedro de Urabá recuerda, de una manera muy dolorosa, que el Estado tiene todavía enemigos con considerable capacidad de hacer daño.
Esta vez, según todos los indicios, se trata del ‘clan Úsuga’, organización mafiosa dedicada, entre otros delitos, al narcotráfico y la minería ilegal. Un integrante de este grupo, alias Chiquito Malo, habría sido el responsable de la explosión que destrozó el vehículo en el que viajaban el intendente Fabio Sarmiento y los patrulleros fallecidos Never Alfonso Sierra, John Jairo González, José David Pérez, Darlin Rodríguez, Jorge Pacheco Solano, Giovanny Rodríguez Castaño y Alejandro Sade Ballesteros. Estos uniformados prestaban seguridad a funcionarios del programa de restitución de tierras que se disponían a cumplir con una diligencia de entrega de un predio a sus legítimos propietarios. Estaban, fieles a su vocación de servicio, facilitando que tuviera lugar un acto de justicia con quienes habían sido despojados violentamente de sus tierras.
Hay que lamentar que hechos así sigan ocurriendo, no obstante la ilusión de millones de colombianos de que estas páginas de dolor queden definitivamente atrás. También ser claros en que los victimarios son delincuentes sin más motivación que su sanguinaria codicia. Por llenar sus arcas están dispuestos a pasar por encima de lo que sea y de quien sea, desafiando al Estado a niveles que pocos esperaban.
El Gobierno debe, como ya lo anunció, garantizar que sobre estos criminales caiga todo el peso de la ley. Una persecución contundente es lo único que merecen los criminales, quienes, con estos actos de sangre, consiguen también que no exista el más mínimo ambiente para la aprobación de normas que faciliten su sometimiento a la justicia. Actuando así no merecen nada distinto a un severo castigo y el total repudio de los colombianos.