En el mundo de la inteligencia artificial (IA) es normal que las innovaciones se sucedan a un ritmo acelerado, pero los últimos días han sido particularmente vertiginosos.
DeepSeek, una firma china relativamente desconocida, lanzó una aplicación gratuita para competir con ChatGPT y otros servicios. Al igual que sus rivales, el chatbot de DeepSeek responde preguntas, resuelve problemas y es capaz de escribir código de programación. Al igual que ellos, sus respuestas no siempre son correctas.
Hasta ahí no había mayor novedad. De hecho, el código de la empresa asiática está basado en algoritmos abiertos, conocidos por la industria.
El maremoto ocurrió cuando DeepSeek, cuyo logo es una ballena, reveló que para igualar a sus rivales empleó un número mucho menor de microchips y, por tanto, de dinero. Si son ciertas las cifras, que no han sido verificadas, la inversión podría ser del orden de la décima parte de lo que han gastado competidores prestigiosos como Google u OpenAI.
Irónicamente, esa reducción de costos fue, en parte, consecuencia de la restricción que Estados Unidos impuso a la exportación de microprocesadores de alta tecnología a China. Forzados a usar chips menos potentes, los asiáticos se las ingeniaron para sacarle más jugo a la tecnología disponible. Eso derivó en algoritmos más eficientes.
La noticia hundió las acciones del sector tecnológico, dominado por grandes corporaciones estadounidenses. Pero el efecto en las bolsas, que fue pasajero, es lo de menos. Lo significativo es la modificación del paradigma imperante en la IA, basado en colosales inversiones en infraestructura y energía. Las innovaciones de la ballena asiática apuntan a un futuro mucho menos exigente en materia de recursos.
Eso significa una eventual democratización de esta tecnología. Hasta el momento, EE. UU. lidera la industria. Ningún país tiene tanto capital humano y financiero para arrojarles a las nacientes firmas de IA. Estas cuentan, además, con el respaldo político de la istración Trump, que persigue la supremacía mundial en este campo. El salto que dio el dragón chino anuncia que no le quedará tan fácil al Tío Sam seguir solo al frente de la carrera.
Como en cualquier mercado, la competencia es buena para los consumidores. Y tarde o temprano todos seremos consumidores de IA, cuyo impacto en el PIB global se estima en 3,5 % para 2030. Pero no hay que perder de vista que este no es un producto cualquiera. Aún no sabemos cuáles serán sus impactos sociales y laborales. Algunos temen, además, que la IA alcance "velocidad de escape" y salga del control de sus creadores, con consecuencias desconocidas para la humanidad.
Los desarrollos en este campo, por tanto, deben ser recibidos con una mezcla de optimismo y cautela. Les compete a los gobiernos y los reguladores proceder con inteligencia –humana, no artificial– a fin de que la IA repercuta en beneficios netos para la sociedad. Y que estos sean amplia y equitativamente compartidos.