El regreso triunfal de Bernardo Miguel ‘Ñoño’ Elías a Sahagún, Córdoba, después de haber obtenido su libertad por pena cumplida, ha generado estupor en buena parte del país. La caravana que recibió al político cordobés fue vista como algo normal para muchos en Sahagún, mientras que en el resto de la nación la mayoría de personas, que rechazan la corrupción, que han sufrido las consecuencias de no tener a bienes y servicios básicos por cuenta de los corruptos, no logra entender por qué alguien como Elías Vidal recibe tamaño recibimiento, a pesar de lo que hizo en el pasado y que le valió dos condenas de la Corte Suprema por los delitos de concierto para delinquir, tráfico de influencias, cohecho y lavado de activos. A su vez, la Procuraduría lo inhabilitó por 12 años para ejercer cargos públicos.
Ante este hecho, es bueno trascender los sentimientos que un suceso así produce y tratar de entender qué nos dice este episodio sobre lo que está mal en Sahagún y en el país. Bueno, eso sí, dejar claro que se entienden y se justifican la rabia y la indignación que genera ver cómo miles aclaman a quien obró mal, a quien fue inferior a sus responsabilidades éticas y morales como servidor público, causando un gravísimo perjuicio a miles de personas.
Quienes a diario se esfuerzan por ejercer un cargo público de forma ética y transparente, quienes pagan impuestos, quienes desde los entes de control y el sistema judicial luchan contra este flagelo, sin duda han de quedar descorazonados al ver que quien terminó erigiéndose como símbolo de una forma inaceptable de hacer política en la que los intereses privados eclipsan por completo al bien común sea objeto de halagos en lugar de reproche. Es decir, no ha habido en este caso sanción social, o no al menos en Sahagún.
Quienes a diario se esfuerzan por ejercer un cargo público de forma ética y transparente deben sentirse descorazonados.
Y es aquí donde surge el peligroso lugar común de “será corrupto, pero al menos hace obras”, como se escuchó tantas veces el pasado fin de semana en Sahagún. Lamentablemente, detrás de esta expresión está la rendición de una parte de la sociedad ante la cooptación del Estado por organizaciones de actuar mafioso que desvirtúan la esencia de la democracia, que es la prevalencia del bien común. Legado de una larga historia de clientelismo en sus formas más extremas, más nocivas, quienes no conocen más forma de relacionarse con lo público hoy ven como tolerable y normal que la corrupción sea prerrequisito de la gestión. Un estado de cosas en el que el estado provee a unos a costillas de las privaciones de otros y a sabiendas de que esto se podría evitar.
Frente a esta dura realidad, las miradas deben posarse sobre quienes han sido directamente responsables de que la corrupción se haya injertado de esa manera en nuestra cultura política más que en los últimos eslabones de la cadena. Y ser conscientes de que es urgente desterrarla: esto implica una justicia eficaz que imponga sanciones ejemplarizantes, pero también entender que privilegiar lo individual sobre lo público no solo es un delito, sino que es moralmente inaceptable. Implica un cambio cultural que nos compromete a todos, comprender que el bienestar individual no es viable ni sostenible si no se asume la importancia de la gestión transparente y ética de los recursos destinados al bienestar colectivo.
EDITORIAL