El suicidio es un asunto difícil de tratar no solo por sus características, el impacto y la impotencia que siembra a todo nivel, sino también por la lamentable falta de rigor con que suele abordarse.
Basta ver, por ejemplo, el desconocimiento de las normas básicas que muestra la Organización Mundial de la Salud (OMS) para el manejo responsable de esta clase de información.
Pero la cuestión no para ahí, porque una mirada a la cobertura del sistema de salud en el área de la enfermedad mental –relacionada directamente con este problema– apenas si alcanza a llegar al 10 por ciento de la gente que necesita atención, sin dejar de lado que en el campo de la prevención y la promoción, su actuar es prácticamente inexistente.
Y si por esos lados hay grietas, estas son más profundas al examinar los determinantes sociales y ambientales que se alinean para favorecer este tipo de muertes. Inequidad, pobreza, maltrato, falta de educación, violencia intrafamiliar, matoneo, soledad, falta de oportunidades son, junto con otros, elementos permanentes en una sociedad que terminan agazapándose detrás de los individuos con susceptibilidades biológicas no detectadas a tiempo.
El aumento de los casos obliga a que el problema sea tomado en
serio tanto por las autoridades como por todos los sectores sociales.
Y ni qué decir del desamparo en que quedan los allegados de quien toma una determinación de este alcance. Ellos, sumergidos en la culpa, la desesperanza y la frustración, no encuentran los soportes ni los servicios oportunos que, en el marco del derecho a su bienestar, deberían estar disponibles.
Las cifras crecientes –en el mundo y el país– exigen, de una vez por todas, que el tema sea tomado en serio en un contexto de integralidad propositiva que, si bien empieza por las autoridades y estamentos con pertinencia directa, no excluye ningún segmento de la sociedad, todo desde los supuestos de que nadie está exento de enfrentar una situación de estas características y que, al contrario de lo que muchos creen, el suicidio se puede prevenir.
Por ello no hay que echar en saco roto la invitación que hacen la OMS, la Asociación Colombiana de Sociedades Científicas (ACSC), la Asociación Colombiana de Psiquiatría (A) y la Asociación Psiquiátrica de América Latina (APA) para revisar a fondo la problemática en el país, darle la cara al fenómeno y proponer, inicialmente en el marco de la ley estatutaria de salud, un modelo integral de atención liderado por el Ministerio de Salud. Esto no da espera.
Al mismo tiempo, se deben promover políticas tendientes a atenuar de manera técnica los determinantes externos que con mayor peso inciden a favor de estas decisiones letales, principalmente en niños y jóvenes, como las ya mencionadas (matoneo, inequidad, violencia intrafamiliar, etc.). Lo anterior sin dejar de lado acciones de protección en aquellos con enfermedades mentales diagnosticadas.
También urge entender que al informar sobre suicidio se requiere un conocimiento mínimo. Y tener presente que, en la mayoría de los casos, contar muy poco y con tino es aportar de verdad.
La comunidad en general debe apropiarse del problema porque hay herramientas para empujar estas cifras tristes hacia abajo.