Por cuarta vez en la historia reciente del país, se ha decretado la emergencia carcelaria. La escalada de asesinatos contra guardianes del Inpec y el crecimiento exponencial de la extorsión desde las prisiones son las razones argumentadas por el Gobierno Nacional para tomar una medida que debe servir para paliar una crisis larvada por décadas y frente a la cual el Estado se ha visto desbordado.
En los últimos siete años, al menos 63 guardias han sido víctimas de homicidio. Los crímenes de las últimas semanas, según las investigaciones de las autoridades, encajan en retaliaciones de las bandas ilegales –entre ellas la misma ‘Inmaculada’, que tiene en jaque a Tuluá–, que utilizan estos atentados para garantizar su imperio en las prisiones.
En virtud de la emergencia carcelaria –huelga decir que las anteriores no resolvieron de fondo problemáticas como el hacinamiento y la mala calidad de los servicios de salud en las 125 prisiones del orden nacional, que son las que están en manos del Inpec–, la seguridad de los centros y su periferia se reforzará por la presencia de más Fuerza Pública. Además, se podría agilizar la compra de nuevos bloqueadores de señal, que son la punta de lanza en busca de combatir la extorsión desde las cárceles. Pero hay mucho más por hacer en esta sensible materia.
Hay que tomar todas las medidas necesarias para evitar que grandes criminales sigan delinquiendo desde la prisión.
Más allá de la declaración de emergencia, lo que se pone de nuevo en evidencia es que el país y sus autoridades han fallado a la hora de tomar medidas efectivas para recuperar el imperio de la ley y la plena vigencia de los derechos humanos en los centros de reclusión.
Los guardianes que se resisten a los sobornos y la intimidación adentro de los penales terminan siendo víctimas de los delincuentes cuando se desplazan por las calles, rumbo a sus casas. Todo esto es el reflejo de una realidad palmaria: que la autoridad en las prisiones del país –como también en las hacinadas estaciones de policía y unidades de reacción inmediata (URI)– está en permanente disputa con el Estado.
Desafortunadamente muchos criminales que son capturados mantienen casi intacto su poder detrás de las rejas. Las autoridades del Valle del Cauca, por ejemplo, han denunciado por meses cómo las órdenes detrás de la violencia del microtráfico en Tuluá salían de La Picota, donde estaba recluido alias Pipe, uno de los jefes de ‘la Inmaculada’. Ese capo fue enviado ayer a la cárcel de máxima seguridad de Valledupar, en un intento por cortar la comunicación con su aparato sicarial en las calles del municipio del centro del Valle.
La experiencia de los temidos ‘pranes’, que eran, como el ‘Tren de Aragua’, el verdadero poder en las cárceles de Venezuela, así como las dolorosas lecciones de las penitenciarías de Ecuador dominadas por bandas de narcos, deben alertar a Colombia. Hay que tomar todas las medidas, incluso cambios legislativos, para evitar que el paso por la cárcel de grandes delincuentes no sea, como sucede hoy, una nueva fase de sus imperios por fuera de la ley.
La emergencia carcelaria promovida por el Ministerio de Justicia es un paso bienvenido en ese sentido. Así se refrenda que el Estado tiene el deber ineludible de proteger a los guardianes del Inpec. Pero también debe meterse de frente con la corrupción que existe en amplios sectores de ese cuerpo y que explica, en buena medida, por qué aquí las cárceles no son, ni de lejos, centros de resocialización. Un propósito en el que el respaldo de la sociedad es necesario en espera de resultados urgentes y visibles.
EDITORIAL