Eso era el novelista peruano Mario Vargas Llosa: un escritor de escritores. Por supuesto, desde muy temprano en su carrera estupenda vendió millones de ejemplares, y llegó a ser leído en treinta idiomas por varias generaciones de lectores. Como si no bastara, recibió los principales reconocimientos que puede recibir un autor, y, luego de años y años de especulaciones, le concedieron, merecidamente, claro está, el esquivo Premio Nobel de 2010. Pero sobre todo fue un maestro de la literatura capaz de crear una escuela de seguidores que aspiraron a su vocación, a su talento, a su capacidad para componer sus libros, a su generosidad con los colegas, a su relevancia.
Nació en Arequipa en 1936. Creció con su familia materna en Cochabamba, Bolivia, y en 1945 regresaron a Perú. Conoció a su padre, que siempre fue un enigma y un trauma, a los diez años: fue el señor Vargas, su papá, quien lo sacó de los colegios de curas y lo metió en el internado militar en donde reconoció definitivamente –de tanto leer– su vocación de escritor.
Pronto, a los dieciséis, empezó a trabajar en los periódicos más populares del país. Y luego, a los veinte, convertido en un marido a destiempo, publicó sus primeros relatos literarios. Desde ese día hasta su muerte escribió todo lo que pudo escribir: veinte novelas, nueve relatos cortos, un par de libros infantiles, un volumen de memorias políticas, catorce ensayos, once compilaciones de notas de prensa y diez obras de teatro. Ningún texto suyo fue en vano.
Fue un maestro de la literatura capaz de crear una escuela de seguidores que aspiraron a su vocación, a
su capacidad para componer sus libros.
En la década de los sesenta resultó ser, muy joven aún, uno de los escritores más queridos y más importantes de su tiempo: las novelas La ciudad y los perros (1963), La casa verde (1966) y Conversación en La Catedral (1969), que deslumbran por su prosa, por su crítica de las frágiles democracias de la región, por su revisión de la historia de estos siglos y por el dominio de un género tan dado a la experimentación, lo graduaron de maestro desde el principio de su recorrido y lo convirtieron en figura fundamental del boom latinoamericano. Siempre fue notable. Siempre supo hablarle al mundo. Pero también fue capaz de la ligereza y del humor: Pantaleón y las visitadoras (1973) y La tía Julia y el escribidor (1977) se la jugaron por la parodia, por la risa.
Volvería una y otra vez a esas vertientes, al humor, la prensa, el ensayo y la novela total, hasta los últimos años de la vida. Sus iluminadoras reflexiones sobre la literatura, de García Márquez: historia de un deicidio (1971) a Medio siglo con Borges (2020), contagiaron amor por la lectura. Las magistrales La guerra del fin del mundo (1981) y La fiesta del Chivo (2000) consiguieron hacer una revisión de la historia desde la ficción. Los cuadernos de don Rigoberto (1997) y Travesuras de la niña mala (2006) se negaron a dejar atrás su pasión por la sátira. El valiente El pez en el agua (1993), memorias de su candidatura presidencial en el Perú, dejó en claro que siempre levantaría la voz contra las tiranías y en defensa de las democracias.
Su vida pública fue parte de su vasta obra: quien la lea con atención encontrará en ella una invitación a criticar el mundo hasta el día de la muerte. Queda un legado enorme, como aporte a la humanidad.