Es todo un fenómeno: tanto la compra de libros como los índices de lectura siguen creciendo, en el mundo entero, con el paso de estos años. Se habla, desde antes de la pandemia, de cómo la lectura –tanto en papel como en digital– no sólo alivia la ansiedad que produce el vértigo minuto a minuto del universo digital, sino que reivindica esa clase de entretenimiento que al mismo tiempo articula lo que se piensa y lo que se cree. Sea como fuere, la lectura es el refugio que ha sido, y cada vez lo es para más personas, y entonces tiene sentido la popularidad en aumento de las ferias y las fiestas del libro que se dan en todas las regiones de Colombia.
Si el primer semestre de cada año cuenta con la Filbo, el segundo suele revitalizar el mundo de los libros gracias a las ferias de de Bucaramanga, de Barichara, de Manizales, de Popayán, de Cúcuta, de Armenia, de Tumaco, de Medellín, de San Andrés, de Cali, de Pereira, de Ipiales, de Villavicencio, de Montería, de Itagüí, de Santa Marta y de Barranquilla, y es una verdadera red de eventos, de autores, de editores, de gestores culturales, de periodistas culturares y de lectores, y una enorme librería itinerante que va tomando el estilo de cada una de las ciudades a las que va llegando.
Suena increíble porque suele pensarse que pocas personas leen, y que lo digital se ha llevado a los espectadores sin remedio, pero las ferias regionales cada vez son más articuladas, más concurridas y más serias, y el resultado es que los lectores viejos y los nuevos, que se descubren en las redes y en los clubes de lectura que también han aumentado año por año, tienen todavía más lugares de encuentro. Son empresas frágiles las ferias del libro, por supuesto, empresas a largo plazo que necesitan apoyo, pero cada vez cuentan más con el respaldo del Estado y de las cámaras y las fundaciones que viven en nombre de la lectura. Es una suerte para todos.