La serie Griselda ha revivido las polémicas que se dieron hace un par de años, en estos tiempos de plataformas que globalizan las producciones audiovisuales, cuando la serie Narcos se convirtió en una de las más vistas en el mundo entero. “Oh, blanca Navidad”, se leía en una valla enorme en la Puerta del Sol de Madrid, en diciembre de 2016, y la cancillería colombiana pidió al ayuntamiento que la pancarta fuera retirada: “La visión que tiene el mundo de Colombia ahora es distinta, pero las preconcepciones persisten, y si a esto se le aumenta este tipo de propaganda, es un daño grande que se le hace al país”, dijo María Ángela Holguín, la canciller de ese entonces.
Griselda, que cuenta la vida de una conocida traficante, ha estado jugando también con publicidades de doble sentido –un camión con el nombre de la serie aspiró líneas de polvo blanco por las calles de París– mientras voces como la del embajador Roy Barreras o el exministro Juan Camilo Restrepo elevaban sus protestas. La actriz Sofía Vergara, productora e intérprete de Griselda, se ha defendido de las críticas declarándose seguidora de ese tipo de relatos. Y el libretista Gustavo Bolívar, que ha escrito telenovelas sobre el tema, ha reforzado el argumento: “Narcos, abusadores y corruptos son quienes hacen daño a la imagen del país”, escribió en X. “Escritores y cineastas solo contamos sus historias”.
Resulta triste que este país lleno de historias de redención siga siendo conocido por criminales que dejaron tanto dolor a su paso. Es más que comprensible la posición de quienes critican tanto los relatos como sus indolentes juegos publicitarios. Pero sus narradores, como los norteamericanos e italianos que retratan con frecuencia a sus mafias, no solo están en su derecho de recrear la violencia que ha ocurrido acá, sino que están ejerciendo la libertad de expresión que se encuentra en el centro de las democracias.
EDITORIAL