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Editorial

La guerra comercial

Las amenazas de Trump chocan de frente con la realidad del intercambio entre países. Es de esperarse que triunfe el pragmatismo.

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La llegada de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos en enero próximo implica cambios importantes en la política comercial de su país. Uno de sus comentarios más llamativos durante la campaña, "Arancel es mi palabra favorita del diccionario", ya anunciaba la dirección que tomaría en materia de comercio exterior. Y el resto del mundo no está esperando al día de la posesión para reaccionar, sino que lo está haciendo desde ahora.
Trump nunca ha escondido su malestar con las supuestas condiciones desfavorables de EE. UU. frente a sus socios comerciales, en especial China, México y Canadá. Para corregir esas –según él– asimetrías, ha planteado un arancel de hasta el 60 % a bienes importados de China y del 25 % para las otras dos naciones.
Sus intenciones, sin embargo, no se limitan a esos tres países. Los llamados Brics, entre los cuales también está China, junto con Brasil, Rusia, India, Sudáfrica y otras naciones más, también han recibido una amenaza de índole comercial. Trump ha advertido que si insisten en uno de los proyectos bandera del grupo, reemplazar el dólar estadounidense en las transacciones internacionales, serán castigados con un arancel del 100 % en sus exportaciones a EE. UU.
A Colombia no le conviene un planeta más cerrado al comercio. Ojalá pierdan intensidad los vientos proteccionistas.
Los afectados por estas medidas no las recibirán pasivamente. Ya se esbozan severas repercusiones. Cuando, durante su primer mandato, Trump gravó las importaciones chinas, Pekín respondió con aranceles a los insumos agroindustriales provenientes de EE. UU. Y ahora, como consecuencia tanto de los anuncios de Trump como de que el gobierno de Joe Biden haya expandido las restricciones a la venta de ciertos productos tecnológicos a empresas chinas, Pekín prohibió el envío a EE. UU. de galio, germanio, antimonio y otros minerales críticos para la fabricación de semiconductores avanzados. Sin ellos, a Washington le resultará mucho más difícil ejecutar su estrategia nacional de repatriar la elaboración de tecnología de punta a su territorio.
Aunque los aranceles hacen parte de la caja de herramientas con que cuentan los países para llevar a cabo sus visiones de desarrollo, una guerra comercial amplia y con motivaciones políticas, como la que comienza a delinearse, no le conviene al mundo. De ahí la esperanza de que el pragmatismo, que suele ser criterio de peso en estos escenarios, termine devolviendo las aguas a su cauce.
Porque, con sus ventajas y defectos, la globalización ha sido uno de los fenómenos más revolucionarios de las últimas décadas. Si bien de manera desigual, ha traído grandes beneficios a los consumidores del globo, entre ellos el abaratamiento de productos como electrodomésticos, vehículos, ropa, celulares y computadores.
A países como Colombia, cuyo crecimiento económico futuro depende en gran medida de su capacidad exportadora, tampoco les conviene un planeta más cerrado al comercio. Ojalá pierdan intensidad, pues, los vientos proteccionistas. Un mundo abierto es un mundo más próspero para todos, en especial para quienes todavía tienen camino por recorrer en la senda del desarrollo.

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