La buena noticia es que la tregua entre Israel y el movimiento libanés chií Hezbolá se prorrogó hasta el 18 de febrero tras caducar el domingo pasado. La mala, que los fusiles no se han silenciado y solo entre el domingo y ayer han muerto casi 30 libaneses –entre ellos mujeres y niños– que intentaban retornar a sus destruidas viviendas en el sur del país, a manos de las fuerzas israelíes. Desde que se pactó la tregua, a finales de noviembre, han muerto más de 40 personas.
Israel incumple así el compromiso de retirar sus tropas a más tardar el 26 de enero, con el argumento de que el ejército libanés no ha honrado su promesa de desplegarse en la zona, mientras ha seguido ejecutando operaciones sobre el terreno que están impidiendo el retorno de los más de un millón de desplazados, producto de la sangrienta confrontación. Esto ante la mirada convaleciente del Hezbolá tras la dura derrota militar que le propinó el Estado hebreo, pero que no por eso ha perdido influencia, que entre otras se facilita por la debilidad el ejército nacional y las limitaciones de los cascos azules de la ONU al sur del río Litani, la franja de terreno de unos 30 km trazada históricamente para separar a los combatientes. En este juego de poder hay que entender que cuanto más tiempo estén en territorio libanés las fuerzas de ocupación israelíes, más rápido se recuperará el movimiento chií hacia el futuro, por lo que el cumplimiento de los acuerdos es vital, a menos que el redoblado ímpetu israelí por la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca anime a Netanyahu a prolongar su presencia en la zona.
De otro lado está la compleja situación política del Líbano. La llegada del general Joseph Aoun como presidente, tras dos años de bloqueo, abre una puerta a la esperanza, pero mientras Israel no considere cumplidos sus objetivos estratégicos y haya ocupación, será bien difícil que se arme el rompecabezas de poderes en Beirut. Entre tanto, el pueblo libanés seguirá víctima de dos fuegos.