No cabe duda de la fuerza con que las nuevas narrativas encaminadas a defender causas como la protección ambiental han penetrado la agenda pública. No de ahora, sino de hace décadas. Y si bien este tipo de expresiones siempre aludían a fenómenos presentes en otras latitudes, el empoderamiento de un discurso que aboga por la salvaguarda de nuestros recursos ha puesto al mundo en alerta permanente. Ya lo reseñábamos acá mismo hace unos días con el demoledor informe del de expertos de Naciones Unidas sobre la responsabilidad que le cabe a la humanidad en el cambio climático.
Organizaciones sociales, jóvenes e instituciones públicas y privadas se han convertido en los principales veedores de este tipo de empeños, y por tanto es importante escucharlos y atender sus demandas. Decimos esto a propósito de los debates permanentes que se vienen sucediendo en torno a las obras públicas y el impacto de estas sobre la naturaleza, particularmente en el caso de Bogotá, donde ha comenzado a construirse la troncal de TransMilenio de la avenida 68.
El proyecto fue concebido y contratado en la istración pasada, y la actual lo mantuvo a flote. Se trata de una troncal clave, que beneficiará a más de un millón de personas que por allí se movilizan. Pero una vez iniciados los trabajos, llegaron las primeras alertas por la tala de árboles. Para la comunidad y algunos ambientalistas, han faltado rigurosidad en los estudios y estrategias para acometer una obra que genere el menor impacto posible a estas especies.
Estas alertas sirvieron para que la autoridad ambiental del Distrito y el mismo IDU, a cargo de los trabajos, revisaran las resoluciones que se habían expedido y que hablaban de una tala de alrededor de 2.300 árboles. Esa cifra se redujo en 700, se autorizó el traslado de otros 1.400 árboles a zonas aledañas y la adopción de una política de siembra de cinco especies por cada una que se tale. Se suponía que esto había quedado claro, pero las diferencias persisten y ahora un juez ha ordenado suspender los trabajos.
Que es lo que no debería suceder. Por la misma vía se frustró la troncal de la carrera séptima, cuando ya se habían invertido en ella miles de millones de pesos, y trató de hacerse lo mismo con varios parques. Como lo hemos reiterado, en temas de este calado se requieren la evidencia técnica y el discurso sensato para que el desarrollo no se haga a expensas del medioambiente, pero que tampoco, aprovechando un discurso que sin duda es ganador, se quiera impedir que la ciudad avance. Hay que tener cuidado con eso.
Para evitar que los jueces decidan qué se debe hacer en las ciudades, es clave que la gente participe de los proyectos que se acometen.
Y la mejor salida para zanjar tanto rifirrafe y evitar que en manos de los jueces quede el destino de nuestras ciudades es que los gobiernos locales adelanten lo que centros de pensamiento como Futuros Urbanos denominan ‘procesos de gestión comunitaria’, nada distinto a involucrar, cada vez más y a través de la pedagogía, a la comunidad en los proyectos y el desarrollo de obras de infraestructura pública.
Es así como debe afinarse el discurso del desarrollo sostenible para generar progreso social de la mano de la naturaleza y sin frenar avances necesarios en sociedades tan dinámicas como las nuestras.
EDITORIAL EL TIEMPO