De vez en cuando pasa, pero no es usual que la gente piense lo mismo, prácticamente con las mismas palabras, sobre una persona: los obituarios y los mensajes de despedida de la cantante británica Olivia Newton-John. El actor John Travolta, su coprotagonista en el legendario musical Grease, se despidió de ella con un mensaje realmente conmovedor: “Mi querida Olivia, hiciste mejores nuestras vidas, nos cambiaste, estaremos juntos de nuevo allá adelante en el camino”, escribió en sus redes sociales y firmó: “Tuyo desde el primer momento en que te vi y para siempre, tu Danny, tu John”. Pero su interpretación en Grease fue apenas parte de su legado y el de Travolta fue solo uno entre una avalancha de adioses.
Nació en Cambridge (Inglaterra) el 26 de septiembre de 1948. Creció en Melbourne (Australia), entre los recuerdos de su familia británica y su familia alemana. Sacó su primer disco de baladas a los 23 años. Podría decirse que fue una estrella desde el principio, en un mundo pendiente de las letras de los cantautores nostálgicos, las luces de la música disco y las voces de ABBA y de Gigliola Cinquetti, porque muy pronto sus álbumes –y sus canciones desde I Honestly Love You hasta Physical– comandaron las listas de ventas del planeta. Ganó cuatro premios Grammy cuando no había tantas categorías. Y terminó pasando a la historia de la cultura popular, de 1978 a 1980, gracias al éxito de dos películas musicales que se han vuelto un rito de paso: Grease y Xanadú.
Nunca dejó de cantar. Nunca dejó de actuar. Pero dedicó la mitad de su vida a causas como la protección de la infancia y la lucha y la prevención del cáncer. Ayer, cuando se supo la noticia de su muerte, llovieron los mensajes de despedida de los artistas que tuvieron la suerte de conocerla y de los iradores que crecieron y envejecieron con sus canciones. Coincidieron todas esas voces en su coraje y en su bondad. Y en que el mundo de las últimas décadas tuvo en común la iración que siempre produjo su talento.
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