La temporada de premios a las mejores películas del año es una medida de lo que está sucediendo en la cultura globalizada de estos tiempos. Que un drama tan osado e inesperado como el largometraje francés Emilia Pérez haya recibido 13 nominaciones al Óscar, o sea las mismas candidaturas que presumieron clásicos norteamericanos de la popularidad de Lo que el viento se llevó (1939) o Mary Poppins (1964), quiere decir que los de la industria del cine se la están jugando por la defensa de ese mundo progresista que llama al encuentro de las culturas, a la diversidad y a la inclusión.
Emilia Pérez ha resultado controversial por su mirada, lejana al realismo, de la cultura mexicana, por las declaraciones altisonantes de su estrella y su director –ella acusó al equipo de otra película de sabotearla y él llamó al español "un idioma de pobres y de migrantes"–, pero ahora, con todos los ojos encima por ser la producción más nominada del año en los Óscar, también se discute su valor. Hay gente que ha llegado a criticar que su protagonista, la española Karla Sofía Gascón, mujer trans, haya sido nominada a mejor actriz. Pero la comunidad del cine, desde Cannes hasta Hollywood, parece convencida de la pertinencia y de la calidad de la obra.
Las temporadas de premios de estos años han sido criticadas por estar cargadas de política, por elegir con criterios que no son cinematográficos, sino moralizadores, y el elogio de Emilia Pérez ha sido visto por algunos como un valiente grito de resistencia a una presidencia norteamericana que empezó con una orden ejecutiva que declara que solo hay dos sexos.
También ha habido apoyo de cineastas de primera: tanto el mexicano Guillermo del Toro como el canadiense James Cameron han hablado de la belleza y la intrepidez de la película. Tendría que maravillar a todos, piensen lo que piensen del largometraje, que el cine siga abriendo estos debates.