Saber que en el mundo un niño queda huérfano cada 12 segundos a causa de la mortalidad ocasionada por el covid-19 preocupa y conmueve. Y no puede quedarse como un dato más de la pandemia, y menos en pensar que los daños que esto genera se atenuarán con la desaparición o el control del virus.
Las impresionantes estimaciones de menores afectados, que acaba de publicar ‘The Lancet’, dejan ver que por cada dos personas que fallecen debido al Sars-CoV-2, un niño tiene que enfrentar la pérdida del padre, la madre o los abuelos que lo cuidaban y vivían en su casa, al punto de que la cifra de huérfanos en este contexto bordea los 2 millones.
A lo anterior se agrega que esta situación es prácticamente invisible porque el foco de la epidemia se centra en los enfermos y los muertos adultos, lo que termina profundizando esta tragedia que –según las proyecciones especializadas– amenaza con crecer no solo en número, sino en efectos graves que apenas empiezan a dimensionarse en términos de sociedad.
Cuando el país aparece como el quinto en el mundo con mayores tasas de mortalidad de cuidadores primarios por cada 1.000 niños (2,3) –antecedido por Perú (10,2), Sudáfrica (5,1), México (3,5) y Brasil (2,4)–, se tiene que tomar conciencia de un problema que está lejos de ser marginal entre los evidentes desastres que ha dejado el covid-19 en casi 18 meses de tránsito por el territorio nacional.
De manera que urge empezar por identificar a cada uno de los afectados para cualificar y cuantificar los impactos emocionales, de desarrollo, económicos, sociales y de oportunidades truncadas que se desprenden de su trágica orfandad, para desarrollar planes de asistencia integral en armonía con sus necesidades, con el objeto de compensar fragilidades y prevenir vulnerabilidades mayores.
Aquí hay que ser claros y decir que existe evidencia suficiente que demuestra que estos niños pueden ser presas de la pobreza, la malnutrición, la separación del resto de la familia, la deserción escolar, la depresión, la violencia, el abandono y otros factores dañinos que podrían surgir de esa caja de Pandora en la que se ha convertido la pandemia.
Urge identificar a los afectados para cualificar
y cuantificar los impactos
emocionales y desarrollar
planes de asistencia
De igual forma, resulta lógico que la estrategia para enfrentar esta tragedia empieza por prevenir la muerte de padres y cuidadores mediante la vacunación y la aplicación rigurosa de las medidas de mitigación, además de preparar a las familias extendidas para que acojan a estos menores, que es el ambiente ideal.
Pero lo más importante para atender esta situación es fortalecer la capacidad pública a fin de consolidar programas serios de protección social integral para la infancia, a través de la construcción de una verdadera política de Estado con visión de largo plazo que impida la transmisión de los daños de la pandemia a las generaciones siguientes de estos niños que merecen, sin demora, la atención de todos.
Todo lo anterior, por simple sentido social y humano y bajo la premisa de que dejarlos a su suerte es desconocer que la Constitución nacional considera que los derechos de la niñez prevalecen sobre los de todos los demás.
EDITORIAL