Primero fue el bochornoso final del partido entre Valencia y Real Madrid, en el que en medio de provocaciones y agresiones cruzadas el jugador brasileño del equipo merengue Vinícius Junior fue víctima de insultos racistas. Este censurable episodio reabrió la discusión sobre la discriminación por concepto de origen étnico en la liga española.
Solo dos días después, un hecho similar se vivió en el continente americano y el protagonista fue el colombiano Hugo Rodallega, delantero de Santa Fe. En declaraciones al terminar el partido, que su equipo perdió contra Gimnasia y Esgrima, de la ciudad de La Plata (Argentina), de forma emotiva, con voz entrecortada, denunció haber sido objeto de insultos similares durante el juego por la fase de grupos de la Copa Suramericana y clamó para que este tipo de agresiones por fin sean erradicadas de los estadios.
“No mejoramos como humanidad. Es un desastre lo que pasa en el mundo. Da tristeza venir... No digo que perdimos porque la gente ofende, pero el tema del racismo ya cansa”, afirmó el jugador de Candelaria, Valle. Razón no le falta. Es verdad que la Fifa y las federaciones se han apersonado del problema, estableciendo protocolos para reaccionar cuando se registran hechos de racismo en las canchas, además de sanciones severas. Estas son absolutamente necesarias, quién lo duda, pero están lejos de ser suficientes.
A las fuertes sanciones ya existentes, y que pueden fortalecerse aún más en países de esta parte del mundo, se tiene que sumar la sanción social, el encontrar nuevas y más eficaces maneras de cerrarle el paso al racismo a todo nivel: en la familia, en los colegios, en los grupos de amigos.
Quienes lo acolitan y promueven, de forma abierta o subrepticia –estos últimos por desgracia pululan–, deben recibir el mensaje muy claro de que o cambian su proceder o una sociedad a la que tanto le cuesta lograr consensos en cerrarles las puertas esta vez sí estará de acuerdo.
EDITORIAL