La humanidad mira hoy nuevamente hacia Haití, entre el asombro y la incredulidad. Como que nadie se explica que tantos males converjan en un país, en un pueblo, mejor, de poco más de 11 millones de personas. Hasta a la naturaleza le ha dado por ensañarse con ellos. Ya había sido terrible y doloroso el terremoto de aquel 12 de enero de 2010, que devastó la isla. Las cifras de 316.000 muertos, más de 350.000 heridos, 1,5 millones de personas sin hogar, en aquel entonces, son impresionantes.
Ahora esa nación, la más pobre de América Latina –que se debate en una crisis política sin precedentes, pues su presidente en ejercicio, Jovenel Moïse, fue asesinado el pasado 7 de julio, crimen en el que se vieron involucrados mercenarios colombianos– fue estremecida por un nuevo terremoto, ocurrido el sábado pasado. Otra vez, violento e inmisericorde, de 7,2 en la escala de Richter.
Los números de esta tragedia ya son impresionantes. La Agencia de Protección Civil haitiana informó en las últimas horas que 1.279 personas habían muerto y hay 5.700 heridos, pero siguen las labores de rescate. El panorama, como suele ser en estos casos, es de angustia e impotencia, con hospitales desbordados y mal dotados; con médicos trabajando contra el reloj, incluso al aire libre.
Haití no está solo. No debe estarlo. Los países amigos –entre ellos, Estados Unidos, Colombia y varios otros de esta zona– han acudido pronto con ayuda. Pero nada será suficiente, porque las necesidades de todo orden son enormes. Todas las naciones tienen que redoblar esfuerzos para aliviar el doloroso momento. Sin olvidar que la reconstrucción allí no es solo material. Este pueblo, con un 14 por ciento de desempleo, sin presidente y sin presupuesto, no puede seguir sin horizonte. Es verdad que los haitianos han dado un ejemplo a la humanidad de coraje y resiliencia, pero necesitan toda la solidaridad posible. Es la hora de no olvidarlos. Haití nos necesita.
EDITORIAL