El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, en su esperado discurso de ayer, salió a culpar a “las enfermedades mentales y el odio”, también a los videojuegos y a los medios de comunicación por lo sucedido el fin de semana en El Paso, Texas, y Dayton, Ohio, localidades en donde cayeron asesinadas 31 personas en tiroteos muy probablemente asociados a motivaciones racistas.
Decimos probablemente porque los investigadores, al cierre de esta edición, parecían avanzar en esta hipótesis en el caso de El Paso, pero no existe tanta certeza respecto al ataque del domingo.
Lo que no dijo el mandatario es que amplios sectores del país atribuyen lo ocurrido a las armas de fuego y su falta de control y a la retórica antiinmigrante desatada por él mismo desde antes de asumir el poder y que se ha exacerbado en los últimos meses por la campaña política con la que aspira a conquistar su reelección. Sin mencionarlo, lo explicó el expresidente Barack Obama al advertir contra el lenguaje de los líderes del país que “alimenta un clima de miedo y odio” y “normaliza los sentimientos racistas”.
No obstante, y quizás en una concesión tardía a la brutal realidad de las matanzas, Trump condenó el “supremacismo blanco”, lo que quizás en otro tiempo hubiera tenido impacto, pero que a estas alturas, y dado que no hizo una propuesta formal para el control de armas, parece estéril. Palabras vacías mientras no estén acompañadas de acciones.
La condena del mandatario al supremacismo blanco fue tardía y su impacto, nulo al no incluir una propuesta para el control
de armas
Organizaciones que monitorean los mensajes transmitidos a través de los medios de comunicación han contabilizado que Trump ha usado en Facebook la palabra ‘invasión’, en relación con fenómenos migratorios, desde mayo de 2018, en al menos 2.200 ocasiones. La misma palabra utilizada en el supuesto manifiesto escrito por el joven de 21 años Patrick Crusius, autor de la masacre de El Paso, en el que denunciaba “una invasión hispana” a Texas.
Así, la implacable persecución de Trump a los inmigrantes se podría convertir en un bumerán para su campaña política, en momentos en que los mercados se desploman por la guerra comercial con China y no lo acompañan los sondeos presidenciales cuando se mide con algunos aspirantes demócratas.
Pero, más allá de esas consideraciones políticas, lo que queda claro con estos dos ataques, y con todos los que se han venido dando sucesivamente desde hace varios años en el país, es que hay sectores de la sociedad estadounidense que están enfermos criando jóvenes en el odio, la intolerancia, el aislamiento y el resentimiento, y cuya salida elemental es culpar al diferente, al inmigrante, como causa de sus propias desgracias.
No es gratuito que los autores de la mayoría de las matanzas sean jóvenes retraídos, con pocas interrelaciones sociales y marginados por su propio sistema educativo y su propia sociedad y cuyos objetivos son sus propios compañeros de clase –en algunos casos–, o musulmanes, afroamericanos o latinos –en otros–.
Este año van más de 280 muertos en ataques masivos en EE. UU. ¿Se puede sostener la mirada a las familias de las víctimas para decirles que el problema no son las armas?