"¿Qué hay en un nombre?", se preguntaba Julieta en la obra de Shakespeare. Para Donald Trump, al parecer mucho. Como si no tuviera asuntos más urgentes que atender, una de sus primeras medidas fue cambiar el nombre del golfo de México por 'golfo de América', lo que para efectos de sus connacionales se entiende como golfo de Estados Unidos.
Aunque el mandatario está en su derecho, se trata de una iniciativa que parece más un capricho, sin fundamento. Los nombres de los lugares, como los de las personas, no se posan sobre ellos arbitrariamente de la noche a la mañana, sino que son el resultado del hábito y la tradición. Crean conexiones emocionales, intelectuales e intergeneracionales en las mentes de una comunidad de hablantes. Encierran una historia. La cantidad de nombres extranjeros que pueblan el mapa de EE. UU., como Luisiana, Florida, Nuevo México, etc., enriquecen la cultura de ese país. Tiene más sentido preservar esa diversidad que anularla.
¿Necesita una nación tan poderosa apropiarse de nuevas referencias geográficas para hacerse notar? ¿Qué beneficio puede aportar al brillo de ese país expandir su presencia de marca en el mapamundi? Una marca, por cierto, que no le pertenece exclusivamente, pues 'América' es el nombre de todo un continente.
Hay objeciones de índole práctica a este capricho imperial. El golfo de México se conoce así desde el siglo XVI. Cambiarlo obligará a modificar miles de textos y documentos y forzará a los productores de mapas, de papel o digitales, a manejar dos denominaciones para un sitio universalmente conocido bajo el rótulo actual. Se multiplicarán los equívocos innecesarios. Periodistas de la AP ya fueron excluidos de las ruedas de prensa de la Casa Blanca, absurdamente, por la negativa de la agencia a usar el nuevo nombre. Es irónico: Trump, que llegó al poder, en parte, criticando la fiscalización del lenguaje de la llamada cultura woke, hoy practica lo mismo que denunciaba.