El notable historiador y escritor Álvaro Tirado participó en un acto cívico celebrado por el Gobierno de Colombia y dedicado a la memoria del héroe de la patria. Esta fue su reflexión a propósito del recibimiento de la espada del prócer en la Casa de Nariño.
Tan pronto recibí la invitación del señor
Presidente de la República para participar en este acto cívico en memoria del
Libertador Simón Bolívar, acepté participar, honrado y complacido, en mi calidad de historiador y ciudadano.
Es oportuno hacerles honor a los
héroes de la patria, de la misma manera que es indispensable volver por nuestra historia, contarla, evaluarla y hacer el ejercicio pedagógico olvidado de retornarla a nuestras escuelas y colegios, para que quede inscrita en la memoria de los niños, futuros ciudadanos.
Permítanme insistir sobre esto, porque es indispensable. Aunque se ha vuelto una frase de cajón aquella que dice que “los pueblos que no conocen su
historia están condenados a repetirla”, y aunque su aplicación no puede ser mecánica,
lo cierto es que hay mucho de verdad en ella. ¿Cómo sabremos para dónde ir si no conocemos de dónde venimos?, ¿cuáles han sido nuestros logros, nuestras fallas?, ¿qué soluciones se han tomado ante diferentes problemas, cómo se han resuelto? Lo mismo puede predicarse de la geografía patria, en mala hora alejada del pénsum y distraída dentro de un conjunto de temas.
¿Qué puede esperarse de un país en el que cada vez más los ciudadanos, especialmente los jóvenes y los niños, ignoran su territorio, sus regiones, las riquezas naturales, el nombre de las cadenas de montañas, de sus ciudades y pueblos?
Este acto tiene un profundo simbolismo. Se traslada una
reliquia histórica que reposa en una caja sellada, en un banco, a donde había sido llevada para su protección y para evitar sustracciones que empañan su historia. Y
se la coloca en una urna visible de cristal, para que sea contemplada por los ciudadanos en la Casa de Nariño, sede de la Presidencia de la República, donde mora el Presidente, cabeza de la autoridad civil del país, guardián y súbdito de la ley.
Una espada puede dar lugar a múltiples significaciones. Desenvainada, puede representar el
conflicto, la
guerra, la
violencia. Pero puede también significar la defensa institucional, la protección de la seguridad, el soporte de un ideal. Esta espada, señor Presidente,
en manos de Bolívar, representó ambas cosas: la guerra, la batalla en el combate por la soberanía, la independencia, la creación de la república y la libertad. Pero envainada, la espada se vuelve testigo de la búsqueda del entendimiento, de la paz, de la necesidad de las instituciones, de la reconciliación y de los proyectos comunes que necesita una nación, especialmente tras las secuelas que dejan los conflictos.
Bolívar fue un guerrero. Su vida fue un combate de múltiples batallas por la independencia, la
libertad y la conformación del Estado. Con ese propósito se enfrentó casi contra todo: al territorio inhóspito que recorrió por los caminos de Suramérica; a la geografía con sus cordilleras, ríos inmensos, llanuras caniculares o inundadas; con un ejército imperial y contra las teorías vigentes que daban como natural el colonialismo y estigmatizaban los conceptos de república y de democracia.
Bolívar se enfrentó a ese cúmulo de situaciones adversas, y por ello algún historiador lo denominó “el hombre de las dificultades”. Buen ejemplo, señor Presidente, para proseguir por este camino ante los tremendos retos que debe afrontar nuestra sociedad.
¿Qué puede esperarse de un país en el que cada vez más los ciudadanos, especialmente los jóvenes y los niños, ignoran su territorio, las riquezas naturales, el nombre de sus ciudades y pueblos?
También, hoy nuestro país padece una de las situaciones más catastróficas en nuestra vida republicana, fundamentalmente por la
pandemia que se expande por el mundo, cuyos efectos sobre la salud, el empleo, la economía y, en general, sobre la vida social son devastadores. A esos males, desafortunadamente se agrega un mal recurrente en la historia del país: la desunión, la confrontación y la polarización aguda entre los colombianos, como bien lo padeció el Libertador, como lo vivió el pueblo durante las guerras del siglo XIX, o lo padeció nuestra generación en la niñez durante la matanza bipartidista de mediados del siglo XX. Afortunadamente,
Colombia siempre ha podido superar ese problema mediante acuerdos políticos logrados sobre lo fundamental.
Bolívar fue un guerrero y, blandiendo la espada que hoy se deposita bajo la custodia de la autoridad civil, no descansó hasta ver liberada a Colombia, Venezuela, Ecuador, Perú y Bolivia y Panamá. Bolívar, con su espada, fue el hombre que, llevado por la dinámica de la guerra, decretó y practicó la guerra a muerte. Pero también fue Bolívar quien envainó su espada cuando la necesidad de la paz se hizo presente. Fue él quien con el general Pablo Morillo, su enemigo y contendor declarado, firmó el Pacto de Santa Ana, el primer instrumento internacional de derecho humanitario de la época moderna. Como dice el Eclesiastés, habrá tiempo de llorar y habrá tiempo de reír. El tiempo de la guerra se ha venido superando y es imperativo el tiempo de la concordia, sin abandonar los principios y tratando de reconocer las circunstancias de los otros.
En esta situación de crisis y de profundas polarizaciones, suenan aleccionadoras y proféticas las palabras del Libertador en referencia a ese otro héroe y padre de la patria, Francisco de Paula Santander, guardián de la civilidad y del Estado de derecho: “El no habernos entendido a tiempo con Santander fue causa de nuestra perdición”.
ÁLVARO TIRAJO MEJÍA
Profesor emérito de la Universidad Nacional