La educación sexual en la infancia ha sido, por décadas, un tema envuelto en controversias y silencios, pero a medida que las sociedades avanzan y los paradigmas educativos se transforman, se hace cada vez más evidente su papel crucial en el desarrollo integral de las nuevas generaciones. Hablar de educación sexual no es solo referirse a la biología del cuerpo humano o a los cambios que ocurren durante la pubertad; es mucho más que eso. Es abrir una puerta al entendimiento de las emociones, el respeto por el cuerpo propio y el de los demás, la importancia de establecer límites claros y, sobre todo, la construcción de relaciones basadas en el consentimiento y el respeto mutuo.
La infancia es el momento ideal para sembrar las primeras semillas de un aprendizaje que, con el tiempo, se desarrollará en una comprensión más profunda y matizada sobre la sexualidad. En estas primeras etapas de la vida, los niños son particularmente receptivos y están en una búsqueda constante de respuestas. Ignorar sus inquietudes o, peor aún, cubrirlas con un velo de tabú y vergüenza, no solo los priva de la información necesaria para comprender su propio cuerpo, sino que también los deja desprovistos de herramientas esenciales para tomar decisiones responsables a lo largo de su vida.
Reflexionar sobre la importancia de este tipo de educación nos lleva inevitablemente a replantear viejas creencias que han vinculado la sexualidad exclusivamente con la moralidad, omitiendo su relevancia en la salud física y emocional. Los argumentos que sugieren que la educación sexual promueve conductas inapropiadas han sido ampliamente refutados por estudios que demuestran lo contrario: una educación sexual integral disminuye el riesgo de comportamientos irresponsables y promueve la toma de decisiones informadas.
En sociedades donde persisten altos índices de abuso sexual, embarazos adolescentes y transmisión de infecciones de transmisión sexual resulta desconcertante que todavía exista resistencia a la educación sexual en las escuelas. El silencio no protege, el silencio desinforma, y es precisamente en ese vacío de conocimiento donde se propagan los mayores riesgos para los jóvenes.
Pero la educación sexual no debe reducirse únicamente a un manual de anatomía o a una lista de advertencias. Al contrario, debe ser un espacio donde se dialogue sobre la diversidad de identidades, orientaciones y expresiones de género. Una educación que abra las puertas a la empatía y al entendimiento, que derribe prejuicios y fomente una sociedad más inclusiva y equitativa. Es en este terreno fértil donde se cultivan valores fundamentales como el respeto por la diferencia y la aceptación de las múltiples formas en que la sexualidad se manifiesta en las personas.
Hasta luego.
ESTHER BALAC
Para EL TIEMPO