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La histeria, cuando ser mujer era sinónimo de enfermedad
El tratamiento de esta patología sería el punto de partida para la comprensión del placer femenino.
La ‘Lección clínica en la Salpêtrière’ (1887), del artista Pierre Andre Brouillet, muestra un congreso de médicos que presencia un caso de histeria. Foto: Archivo particular
Luis Vargas Tejada publicó Las convulsiones en 1828, cuando aún era común vincular la naturaleza femenina con la enfermedad, la anomalía y lo inerme. La obra, sencilla y contundente, retrata la dolencia más común de la época: la histeria.
“Si usted sabe de pasiones, mi amor calcule por mis convulsiones”, recita la protagonista mientras observa fijamente al médico de cabecera que entiende el motivo de sus rabietas y dolencias, pero carece –quizás a propósito– de medicamentos que puedan curarla.
Si bien la progresión de la obra teatral es cómica, el cuadro encierra un sinfín de preceptos históricos y sociales sobre la mujer que dejan bastante claro por qué tomó tantos siglos comprender las dinámicas de la corporeidad femenina, incluyendo la esfera del placer sexual.
La histeria viene del griego hysteron, que significa útero, por lo que así se nombró esta enfermedad que se diagnosticó a las mujeres a lo largo de la historia hasta bien entrado el siglo XIX. Era descrita por la literatura de la época como una enfermedad nerviosa crónica, caracterizada por gran variedad de síntomas como desfallecimientos, insomnio, retención de fluidos, pesadez abdominal, espasmos musculares, respiración entrecortada, irritabilidad, fuertes dolores de cabeza, pérdida de apetito y ataques convulsivos.
A pesar de que la histeria se documentó ampliamente durante muchos años, la teoría de la enfermedad abrió una gran interrogación en la ciencia de la medicina. Los expertos más astutos se detuvieron ante este cuadro de manifestaciones clínicas sosteniendo una paradoja enorme entre las manos: o las histéricas eran unas simuladoras o el síntoma era un enigma que solo podía comprenderse y curarse en su singularidad, por lo que las dolencias no encajaban en las leyes universales de la anatomía e implicaban un bache en la comprensión de la sexualidad humana.
Esta paradoja traía implícito un reto para los científicos: el tratamiento de la enfermedad. Porque lejos de creer que los síntomas podían crear un cuerpo de enfermedades y no al contrario, como era lo lógico, los médicos estaban empeñados en encontrar una cura para las mujeres histéricas.
El tratamiento
De una u otra forma, la histeria siempre estuvo relacionada con el ‘deseo carnal’ y los llamados ‘humores uterinos’. Actualmente se sabe que se trataba del deseo sexual y el placer, pero en aquella época el tratamiento estaba completamente desprovisto de esta connotación sexual porque se creía rotundamente que se trataba de una patología.
De hecho, en el siglo XVIII, Albrecht von Haller, un médico suizo considerado el padre de la fisiología moderna, expresó que “las mujeres son especialmente propensas a padecer esta enfermedad por la privación de la cópula a la que se habían acostumbrado, y que la clorosis, la histeria, la ninfomanía y la manía simple se curaban mediante la cópula”.
Era común que esta fuera la receta de los médicos de la época para el tratamiento de las histéricas; sin embargo, cuando esto no era posible solía recurrirse a otro tipo de tratamientos.
Cuando la histeria no podía aliviarse mediante las relaciones maritales, los doctores realizaban masajes genitales y pélvicos a las pacientes que les permitía llegar a la exacerbación o exaltación extrema de los afectos y pasiones. Hoy en día sabemos que esto no era otra cosa más que el orgasmo.
Las mujeres son especialmente propensas a padecer esta enfermedad por la privación de la cópula a la que se habían acostumbrado
La labor, sin embargo, no se consideraba sexual porque no había coito y porque las contradicciones médicas sobre la sexualidad de la histeria eran aún persistentes.
Es más, esta práctica empezó a naturalizarse hasta el punto en que eran los mismos esposos de las pacientes quienes acudían al médico con el propósito de aliviar a sus parejas de las manifestaciones malsanas de la histeria.
Basta con leer los extractos de compendios científicos de la época como el de Pieter van Foreest, un médico holandés, que escribió en 1653: “Cuando aparecen estos síntomas, nos parece necesario masajear los genitales con un dedo dentro empleando aceite de azucenas o algo parecido. Galeno y Avicena recomiendan esta clase de estimulación para las viudas, para las que llevan una vida de castidad y para las religiosas; con menos frecuencia, para mujeres muy jóvenes, públicas o casadas, para quienes es mejor remedio la cópula con sus parejas”.
Irónicamente, el tratamiento de la enfermedad sería el punto de partida para la comprensión de la experiencia sexual femenina como la conocemos hoy en día. Aquí surge el entendimiento del orgasmo como parte esencial de la corporeidad femenina. En este punto, la belleza del placer femenino exaltaría que es imposible encapsular y reducir lo incomprensible a un padecimiento.
El vibrador
En el libro La tecnología del orgasmo, Rachel P. Mines, describe cómo las tecnologías no manuales para llegar al clímax sexual evolucionaron de la mano de esta supuesta enfermedad.
Juguete sexual Foto:iStock
Los expertos recetaron prácticas muy poco usuales como la equitación, montar en bicicleta o viajar en tren por caminos sinuosos.
A pesar de que existía una gran infinidad de métodos para curar los signos de la histeria, el más común durante el siglo XIX continuó siendo el masaje genital. Sin embargo, las mujeres empezaron a requerir de mayores visitas al médico y esto suponía un gasto económico amplio, por lo que el procedimiento dejó de realizarse manualmente y empezó a mecanizarse.
El primer vibrador electromecánico lo inventó Joseph Mortimer Granville en 1880. El médico defendía el uso clínico de este aparato que podía curar la histeria más rápidamente. Pronto sería un producto comercial sumamente exitoso, con alta demanda en todo el mundo. Si en aquella época las tres cuartas partes de las mujeres se consideraban ‘enfermas’, entonces las histéricas constituían el mayor mercado terapéutico de Estados Unidos.
Granville pensaba que la vibración repercutía en el sistema nervioso humano y desarrolló la idea del vibrador como un dispositivo médico para estimular los nervios enfermos. La publicidad ofrecía este producto dentro de los artefactos del hogar. Aparecieron vibradores para la jaqueca, las arrugas y otras afecciones menores que prometían sanarse con el uso de estos mecanismos “suaves, relajantes y vigorizadores”. La industria empezó a ofrecer distintos tipos de modelos que eran sumamente fáciles de usar aunque no eran recomendables en exceso.
El furor que causaron estos productos se extendió por un largo tiempo. Por ejemplo, en un anuncio de 1912, el vibrador New Life prometía curas para enfermedades tan diversas como la obesidad, la apendicitis, la tuberculosis y el vértigo.
No obstante la popularidad del producto, en 1915 la Asociación Médica Americana anunciaría que el negocio de los vibradores era “un engaño y una trampa”, por lo que estos artefactos empezaron a desligarse del uso clínico y se utilizaron con otras finalidades asociadas al placer. Esta, claramente, no era una cuestión de reconocimiento público.
Los estudiosos no se atreven a concretar en qué fecha exactamente los vibradores cambiaron de uso, pero todo sugiere que esta herramienta de placer, tal y como se conoce hoy día, apareció en 1950 y comenzó a venderse sin tapujos en 1960. Algunos anuncios de los cincuenta comenzaron a mostrar a mujeres con blusas escotadas, abiertamente felices con su vibrador, con la promesa de “solucionar los nervios atascados”.
De la mercantilización de estos productos se desprende otra problemática relacionada con la representación de la mujer que deriva en una nueva paradoja: ¿se trata de la mercantilización del placer femenino o del reconocimiento del deseo sexual en la mujer? (O ambas, quizás).
Para Leanne el placer del sexo no estaba vinculado al orgasmo. Foto:Getty Images / BBC Mundo
Lo cierto es que en 1952, la Asociación Americana de Psiquiatría (APA) desacreditó la histeria como enfermedad y afirmó que se trataba de un mito. En este punto tan solo un pequeño fragmento del enigma femenino se había resuelto, pero el sendero continúa siendo extenso e inhóspito para los expertos hasta nuestros días.