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El sonido oxidado de la esperanza en el Hospital de Kennedy
Radiografía de los servicios de urgencias que se prestan en el hospital del sur de Bogotá.
Sala de espera y triage, en el Hospital de Kennedy. Foto: César Mateus - EL TIEMPO
Cada vez que se abre aquella puerta doble, blanca y metálica, de unos dos metros de ancho, arrastra consigo el sonido del óxido y de la esperanza. Del óxido porque da cuenta de un trajinar excesivo, de más de tres décadas dando paso a los enfermos más graves que llegan al servicio de urgencias del Hospital de Kennedy, en el suroccidente de Bogotá. Y de la esperanza porque cruzarla es mitigar en algo aquel sufrimiento adicional que significa la espera para quienes aquejan ya suficientes dolores.
Llegar a esa vetusta puerta que divide el Triage de observación y los consultorios médicos ya representa una gesta. Para ingresar hasta este punto del centro distrital de tercer nivel hay que saber superar a un guardia de seguridad que presume su ojo clínico para dejar pasar o no, según estime, a quien merezca, a quien cumpla sus requisitos.
No todos ganan esta batalla que es apenas el comienzo de la odisea. En la sala de espera aguardan unas 50 personas en un espacio de 40 metros cuadrados. Hay enfermos de todo tipo, cada uno en su propio drama: ancianos en sillas de ruedas, bebés, madres primerizas y adultos jóvenes; los más afortunados llevan acompañantes. Las sillas están contadas y en el ambiente ronda una sensación de desesperanza.
Todos están atentos a que aquella puerta blanca, oxidada y vetusta, que insiste en sonar como si se tratara de su propio lamento, se abra para que alguna enfermera grite el nombre del afortunado ganador de esta lotería.
Gildardo, de 68 años, es uno de los más impacientes. No ha querido sentarse. Prefiere quedarse pegadito al portal para quejarse constantemente, para preguntarle a todo el que pueda cuándo es que le van a dar los resultados de unos exámenes que le hicieron hace 10 horas, según dice. Vino desde Suba. Cruzó la ciudad para intentar que alguien le ayude a orinar después de una semana. Agita con fuerza una orden de cita para ver a un urólogo que nunca se cumplió.
Hospital de Kennedy Foto:César Mateus - EL TIEMPO
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Es lunes en la noche, cerca de las 10. Hace frío, unos 13 grados. Al servicio de urgencias del Hospital de Kennedy llega un equipo de la Defensoría del Pueblo en medio de la toma que hace la entidad a centenares de IPS de todo el país, todo para evaluar, por primera vez, si el derecho a la salud se está garantizando en esta instancia, que es la puerta de entrada al sistema de salud y a la vez la fábrica de tantos males.
Este hospital es especial, por decir lo menos. Cada año da cerca de 2,5 millones de atenciones a personas de Kennedy, Bosa, Fontibón y Puente Aranda, localidades con una larga tradición de riñas, violencia y contaminación. Allí también llegan las víctimas de accidentes de tránsito y, por supuesto, una buena parte de la población migrante en esa parte de la ciudad.
Las encuestas que harán los funcionarios de la Defensoría a pacientes y personal de la salud pretenden explicar los problemas de sobreocupación y demoras que suelen manifestar quienes allí buscan atención. Y rápidamente comienzan a encontrar respuestas más allá de la puerta metálica blanca, en la zona donde se ubican los consultorios y las salas de observación.
Camilo los ve, los llama y les relata con ansiedad su caso. El joven de 20 años, con antecedentes psiquiátricos, dice que lleva una semana en una cama de urgencias esperando a que su mamá lo recoja, algo que confirma la señora tras una llamada de la Defensoría: “No me lo traigo para la casa porque a ese muchacho no lo puedo controlar. Mejor que lo cuiden allá”.
Minutos después aparece “Óscar” o “Jonathan Eduardo” o “Gokú” o “Krilin”, como dijo llamarse en distintos momentos este joven al que la Policía encontró perdido, descalzo, con los pantalones al revés y hablando solo en la calle. Mientras espera por un examen toxicológico dice a media lengua que se tomó unas pepas y no recuerda nada más.
En otro pasillo aguarda sentada Andrea Perdomo, una madre angustiada. Acompaña a Andrés y Sharon, sus dos hijos de 21 y 23 que el sábado en la mañana (es decir hace más de 60 horas para ese momento) cuando iban camino a la universidad se estrellaron en la moto contra un camión. El joven necesita una cirugía cardiovascular y su hermana una maxilar. A pesar de tener los exámenes y todo aprobado el hospital no da señales cercanas de hacer estos procedimientos y tampoco autoriza su remisión a otros centros.
“Como llegaron por el SOAT eso es que lo están exprimiendo”, le dice resignada la mujer a los funcionarios de la Defensoría.
Miriam Rocío Gómez, de 49 años, también se les queja. Asegura que llegó el jueves por un dolor abdominal y aun permanece en observación. Su calvario va para 100 horas.
Hospital de Kennedy Foto:César Mateus - EL TIEMPO
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En el Hospital de Kennedy cada afán es peor que el otro. Los profesionales de la salud reconocen que además de las múltiples patologías que deben atender les toca lidiar con la desconfianza de los s y la agresividad que desata en ellos la congestión.
“La gente piensa que uno no los atiende por mala gana, pero no saben que simplemente no damos abasto. Hay mucha gente que, por ejemplo, viene y deja tirados a los viejitos cuando se quiere ir de paseo”, dice un enfermero que prefiere guardar el anonimato.
En esta noche de lunes, la fotografía es clara. La sala de expansión que abrieron hace poco para darle mayor capacidad de maniobra al servicio de urgencias está atiborrada. Luce como una suerte de bus lleno, con sillas a modo de camas en un ambiente estrecho, frío y denso. La institución afronta un deterioro evidente en paredes e infraestructura que merman en el sentir de sus afiliados. La banda sonora también es clara: la puerta blanca, metálica y oxidada no deja de sonar.
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