Las redes sociales son una maravilla.
Nos llevaron a un nuevo escenario de intercambio y socialización que se planteó como un ecosistema útil, novedoso y productivo para personas y empresas.
Pero con el paso del tiempo, y de las presiones comerciales y de negocio de las empresas que las crearon, las redes comenzaron a cruzar líneas que jamás debieron traspasar.
Cuando el objetivo se volvió triangular y perfilar a cada , para identificar sus gustos, necesidades y, por tanto, posibles decisiones hacia el futuro, para vender esa información a terceros para efectos de publicidad y mercadeo, las cosas se tornaron oscuras. Peor aún, comenzaron a entrenar sus algoritmos para lograr el principal objetivo de cara a su interés comercial: mantener la mayor cantidad de tiempo a las personas cautivas, embebidas, haciendo scroll, moviendo ese pulgar hacia arriba viendo y viendo videos, imágenes, ‘posteos’, reaccionando, indignándose, emocionándose y, al final, deprimiéndose. Según un estudio publicado en The Journal of Nervous and Mental Disease, con 1.172 personas, existe una relación directa entre el tiempo que pasamos en redes sociales y el aumento de problemas relacionados con depresión, ansiedad, desórdenes alimentarios y fallas en la autoestima. Instagram es una de las redes que salieron con mayor relevancia en ese informe: la falacia de vida que se representa en su ecosistema, de perfección, abundancia, belleza en exceso, sumada al factor de comparación, es la fórmula nefasta que genera el impacto negativo en la salud mental de personas entre los 18 y los 35 años, principalmente, según el informe científico.
Es evidente que las redes sociales son el reflejo de lo que somos como personas y sociedad.
Con lo bueno y, sobre todo, lo malo: odios, polarización, afán de demostración e imagen postiza. Y eso se convirtió en un ‘tesoro’ para las empresas detrás de las plataformas digitales y su afán de monetizar. Un desastre.
En Colombia, según mediciones del Ministerio TIC, los colombianos pasamos más de 10 horas al día frente a una pantalla, siendo el consumo de redes sociales la principal actividad, en especial entre las audiencias más jóvenes.
En ese escenario, no solo en Colombia sino en toda Iberoamérica, el contenido polarizante de carácter político es el que más ha crecido, con más de un 40 por ciento de los ‘posteos’ que se miden al año.
Y ese contenido, que genera división y odio en términos políticos, es el que mayor adicción activa entre las personas.
¿Y el control? No existe. Son profusos y profundos los informes y estudios que recomiendan alejar a los menores de redes como Instagram y TikTok; son los más chiquitos los que viven con mayor intensidad todo: un comentario negativo, odioso, de matoneo o burla literalmente puede destruirlos mentalmente si no cuentan con la estructura sólida de valores y autoestima.
¿Qué hacer? Regular.
No soy amigo de la palabra ‘regulación’ y tampoco concuerdo con la intervención estatal.
Pero en este caso, sin duda alguna, las redes sociales merecen un profundo escrutinio y control por su impacto en la salud mental de las personas.
JOSÉ CARLOS GARCÍA
Editor Multimedia de EL TIEMPO