Esta historia es sobre el peor día de mi vida. Como soy uno de esos seres extraños, optimistas, prefiero cambiar la palabra ‘peor’. Prefiero decir que es la historia del momento más triste que he vivido.
Honestamente, si el vaso está medio lleno o medio vacío no importa: el dolor es el mismo.
El momento más desolador, más salado y solitario fue cuando tomé la decisión, cuando acepté que mi mejor amigo, Niko, se iba a dormir, para siempre, para no sufrir más. La decisión no fue inmediata. Más bien fue lenta, muy triste y ambivalente.
Niko llegó a mi vida en una caja engañosa, colosal en comparación a él, un diciembre. Era un bichón frisé, que es parecido al poodle, pero más lindo, con hociquito redondo, de orejas rizadas y amarillas y con una colita larga y esponjosa, como plumero. Todo un muñeco con vida propia.
Él fue el cómplice que tanto había anhelado; era hija única en ese entonces. Me acompañaba a todos los lugares, y cuando no lo dejaban entrar, tampoco entraba yo.
Jugamos, exploramos, dormimos y viajamos. En esos diez años de amistad incondicional jamás me sentí sola, nunca fui infeliz. Infeliz y desafortunado fue el viaje en el que las garrapatas lo atraparon y contrajo erliquia. Er–li–quia: ¡Qué palabra tan sonora y aparentemente inofensiva!
La erliquia, en ese momento, era una enfermedad mortal. Creo que lo sigue siendo, pero es tratable si se detecta temprano. Me pregunto si ahora me sirve de algo saber eso. La respuesta mental inmediata es no.
En el caso de Niko, la enfermedad pasó inadvertida; el tiempo, sin embargo, no. Después de unos meses, empezó a padecer varias enfermedades. Asumí que era algo natural: el ciclo de la vida, la madurez. ¿Madurez transformándose en vejez?
Un día soleado noté una enorme mancha roja, de sangre, en su lomo. Recordé que días antes se había golpeado. La mancha negra carmesí se convirtió en un escalofrío que me recorrió los pies y se hospedó en la nuca. Esto no está bien, intuí.
Dejé de lado la intuición porque Niko era un perro fuerte. Ahora que lo pienso, siempre se mostró más fuerte de lo que realmente era. Aun así, la lúgubre mancha se convirtió en anemia, la anemia en insuficiencia renal y de la insuficiencia renal pasó a un episodio terrorífico: tuvo una especie de convulsión.
Luego reaccionó y siguió como si nada. Siempre resistente, siempre evitándome preocupaciones, mi Niko. Al otro día, que también estaba soleado, en urgencias, Pilar, su veterinaria, musitó las palabras que nadie quiere escuchar: “De esto se te va...”. Lo que viene es un paro cardíaco, un derrame, un infarto, más convulsiones.
Pilar hizo una pausa extraña y pesada y añadió:
–O está la eutanasia como opción.
–¿Qué harías tú?, le pregunté con la vida deshecha.
–No te puedo responder. Piénsalo y decide, siguió Pilar.
La decisión tomó alrededor de una semana, así que el peor día de mi vida no fue uno, sino siete, u ocho o diez.
Para bien o para mal, la decisión la tomamos juntos, Niko y yo. Una tarde, él estaba sentado en mis piernas. Y mientras yo lo consentía, llorando le confesé que tenía miedo, que no quería perderlo, pero que tampoco quería que sufriera.
Le dije que no entendía por qué debía decidir sobre su vida, que sentía rabia con todos y conmigo por no poder salvarlo. Entonces lo miré a los ojos y le pregunté:
“¿Qué quieres?, ¿seguimos luchando o quieres descansar?”.
El escéptico, el incrédulo, el indolente, me tildará de chiflada o de facilista. Pero el que ha tenido y amado a un perro comprenderá también por qué decidí que le aplicaran la eutanasia. Niko se acostó en mi regazo, derramó unas lágrimas redondas y diminutas y cerró los ojos. Lloramos hasta quedarnos dormidos.
Tomé la decisión final. Llevé a Niko al veterinario, le inyectaron un calmante y le ofrecí un pedacito de cábano, su comida favorita. Se acostó, le aplicaron la inyección –el Eutanax– y se durmió, sereno, hasta dejar de respirar.
Antes de acostarlo en la urnita que armamos para él, corté un mechón brillante y ondulado de su oreja, esperando, como en la película del oso robot, que algún día vengan de visita los extraterrestres y me concedan veinticuatro horas con el ser del que tenga información genética tangible.
El mechoncito aguarda, a salvo, en mi casa y en mi alma. El cuerpo de mi gran Niko reposa en su lugar favorito: en una casa de campo en la que pasamos gran parte de nuestra infancia corriendo y jugando. Mi alma, nostálgica, espera algún día volver a sentir la de Niko.
Esta historia la construí el año pasado. Reconstruirla fue tan difícil y dolorosa como el día que ocurrió y como la víspera.
Lo bueno es que ahora otras personas conocerán la historia de mi mejor amigo, mi perro, y sentirán, como yo, que la decisión más difícil es la que se toma con amor, indiscutiblemente, altruista.
Confío en que estás correteando entre nubes y mordisqueando huesitos y golosinas. Sé que nos encontraremos de nuevo, en algún momento y de alguna forma. Hoy me acompañan dos gatas. ¿Puedes creerlo? Perla y Metacha. Son rescatadas. Estoy segura de que al principio no te hubieran caído bien, pero con el tiempo hubieran sido buenos amigos. Y aunque con ellas me siento tranquila y feliz, mi corazón siempre tendrá un espacio significativo para ti, irremplazable. Ni el tiempo ni las circunstancias me harán olvidarte, amigo mío.
¿Cuando y por qué?
Jorge Gallego Rodríguez, coordinador de medicina interna de pequeñas especies de la Universidad de Antioquia, explica en qué situaciones se debe contemplar la eutanasia como una opción.
Cuando el dolor o sufrimiento ya no pueden ser controlados por analgésicos o cualquier otro tratamiento.
Un animal gravemente herido que fue atropellado y tiene múltiples fracturas que comprometan la columna y la médula espinal.
Cuando tiene cáncer metastásico, insuficiencias renales crónicas o insuficiencias cardíacas descompensadas.
Cuando representa un riesgo para la salud pública; infectados de rabia o portadores de brucelosis o leptospirosis.
Una vez tomada la decisión se debe hacer con respeto, procurando que el procedimiento sea lo más humano posible. La muerte debe ser digna, rápida y sin sufrimiento.
GINA PAOLA SÁNCHEZ MUÑOZ