
El cangrejo negro y su carrera contra la muerte

TEXTO : José Alberto Mojica Patiño
Foto & video : Julián Espinosa
Enviados especiales de EL TIEMPO
Isla de Providencia.
El cangrejo negro de la isla de Providencia se desliza por la cuneta de la carretera, en fronteras entre el bosque y el océano. Está muy cerca de lograr su meta. O muy cerca de que lo maten.
Cae unos 40 centímetros. Descansa un par de segundos y abre sus grandes tenazas en señal de alerta. O de defensa. O de ataque. Trepa el otro lado de la cuneta y se asoma con unos ojos brillantes y saltones que parecen semillas de papaya que flotan sobre antenitas.
Son las 8 de la noche y se escucha el crujir de las motos: yeguas desbocadas que transitan —muchas de ellas— sin luces o sin la farola. Porque en este pedacito de Colombia, ubicado sobre el mar Caribe y más cerca de Nicaragua —a 190 kilómetros de la costa de ese país y a 700 de territorio continental colombiano—, está de moda quitarles las farolas a las motos.
El cangrejo negro parece un niño perdido que se ve obligado a tirarse a una autopista alborotada de buses, carros, camiones, motos. Y se lanza. Avanza sobre un pavimento aún caliente por todo el sol que recibe durante el día, caminando de lado como todos los cangrejos —aunque él no sea un cangrejo común y corriente—, y retrocede milagrosa y rápidamente ante la moto que se le vino encima.
Cangrejo a salvo.
Pero se arroja de nuevo porque es la única certeza que tiene. Como un niño perdido que solo sabe que debe seguir caminando. La moto aparece como un fantasma y le pasa la llanta delantera por encima y luego la trasera y el cangrejito queda aplastado, partido en mil pedazos, con el caparazón como cáscaras de huevos estrellados contra el suelo. Aún le quedan pocos instantes de vida y una de las tenazas se mueve inútilmente.
El cangrejo negro ha muerto.
Minutos más tarde se sabrá que era una hembra, cargada de huevos, que ahora son una mancha negra y líquida sobre el asfalto.
La carretera principal de Providencia es el escenario de una masacre.
Es como si dos ejércitos —uno diminuto e inerme, y el otro monstruoso y gigantesco, armadísimo— tuvieran la batalla más inequitativa y cruel de todas las guerras en la única vía que le da la vuelta a la isla en sus 17 kilómetros de extensión.
Cangrejo caído.
Cangrejo espichado.
Cangrejo aplastado.
Cangrejo estripado.
Cangrejo estampillado contra el piso.
En menos de un kilómetro se cuentan por decenas, tal vez por cientos, los cangrejos masacrados en el más peligroso de los obstáculos que se encuentran en una carrera por su supervivencia que termina siendo una carrera contra la muerte. Ya han avanzado, en promedio, un kilómetro y medio desde que se levantaron de la madriguera o de la hojarasca o de las piedras donde aguardan en el bosque y de las que salen solo de noche, cuando llueve
En la época de reproducción y veda es cuando más captura hay porque es mucho más fácil salir a la carretera, coger los cangrejos y echarlos en costales.
El cangrejo negro es noctámbulo. Es de la tierra y es del mar. Del viento. Es vegetariano —le gustan los tamarindos, los nísperos, las ciruelas y las naranjas maduras, ojalá que se estén pudriendo— y también ha sido definido en decenas de libros e investigaciones científicas —que se citarán adelante— como carroñero y hasta caníbal (se come los cadáveres de sus congéneres).
Y su travesía es un ritual maravilloso: un ejército de criaturas que brota de la tierra y emprende camino hacia el mar. Las hembras van a mojar sus 80.000 huevos (cifra promedio): diminutas pepitas negras bajo la panza, para ayudarlos en su proceso de maduración. Y vuelven al bosque. Y después —unos tres o cinco días más tarde— inician otro peregrinaje buscando llegar nuevamente al mar para sacudirse y desovar esos futuros cangrejitos que también tendrán que ser unos guerreros como sus madres si quieren sobrevivir. Y los que sobreviven son muy pocos: entre el 2 y el 4 por ciento, según los estudios.
La marcha de los cangrejos es un matriarcado. Las hembras son el 90 por ciento. O más. Y los machos que las acompañan lo hacen buscando un acercamiento íntimo con ellas después de que desoven. Esos y otros datos los dará el biólogo marino Juan Pablo Caldas, director del programa Océanos de la ONG Conservación Internacional y una de las personas que más han estudiado a esta especie.
Y en ese camino deben atravesar un montón de obstáculos: las vacas, el bosque deforestado (para las vacas o para algún cultivo), una rata, un hotel nuevo, un embalse, un poste de luz que los distrae, un cazador (aquí les dicen capturadores) y la peligrosísima carretera con sus yeguas —motos— desbocadas. También los carros de golf que alquilan para los turistas, los taxis, las camionetas. Los humanos, que los capturan para comérselos o vender su carne.
El cangrejo negro es noctámbulo y vegetariano. Y durante el día se esconde entre sus madrigueras o bajo la hojarasca.


La marcha zombi. Así le dicen a la migración de esta especie (Gecarcinus ruricola), que el pasado 22 de agosto recibió la denominación de origen por parte de la Superintendencia de Industria y Comercio, que busca proteger una cadena productiva en la que participan 200 familias. Es el primer animal colombiano que recibe tal dignidad, concedida solo a artesanías y a comida típica: el café, el bocadillo veleño, las achiras huilenses, el queso Paipa.
Esa distinción se suma al título de ‘Baluarte’, otorgado en el 2014 por la organización global Slow Food, que exalta alimentos que representan un valor social y de conservación ambiental. Vale recordar que Providencia fue proclamada por la Unesco como Reserva de la Biósfera Seaflower el 10 de noviembre del 2000, un reconocimiento a esos lugares donde se combinan el patrimonio natural y la cultura local.
Y así, cada tanto, este animal convoca a diversas organizaciones y científicos colombianos y de otros países que llegan a Providencia a investigar su comportamiento y supervivencia.
Solían ser millones de cangrejos los que avanzaban en su travesía, caminando torpes como los muertos vivientes de las películas. Por eso les dicen así: los cangrejos zombis.
No menos espectacular es la marcha de regreso, esta vez, de los cangrejitos recién nacidos, que no son negros: son rojos. Y que se mueven en nubes como fantasmitas rojos.
Bueno. Los que pueden regresar a casa, luego de un periodo que puede tardar entre un mes y dos meses y medio a merced de unas corrientes que deben soplar en dirección hacia el lugar donde los dejaron como huevitos, según lo explicará la bióloga Sheily Orozco.
Unas corrientes que se han vuelto traicioneras.

¿Por qué tiene que importarnos ese tal cangrejo negro? O, al menos, ¿por qué debe importarle a Providencia? Sencillo: porque de la supervivencia de esta especie se deriva gran parte de la seguridad alimentaria de los nativos. Porque de sus buenos oficios depende la buena salud, la humedad y la fertilidad de los bosques, evitando que los suelos se erosionen. Porque hace parte de la identidad ancestral de los raizales. Porque es un baluarte y una fuente de ingresos para la isla. Y porque es un ser vivo. Y debe sobrevivir.
Eso lo explica el profesor Germán Eugenio Márquez Calle, biólogo marino, doctor en Ecología Tropical y profesor retirado de la Universidad Nacional de Colombia. Un enamorado y estudioso de esta especie, y autor del libro El cangrejo negro de Providencia, un patrimonio en peligro, publicado en el 2015. Una rigurosa investigación que contó con el apoyo de otras organizaciones que advierten sobre el valor y el peligro que rodean a esta especie: el Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola (Fida), el Ministerio de Relaciones Exteriores, la Corporación para el Desarrollo Sostenible del Archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina (Coralina) y la Fundación Acua.
Un libro que reconoce, además, que es una delicia gastronómica para los turistas que llegan a descansar en uno de los destinos más bellos de Colombia, conocido por un mar que se mueve en todas las gamas posibles del azul, solemne, y por ser dueño de una barrera de corales de 32 kilómetros que es el hogar de un fascinante universo marino.
La Divina Providencia. Ese es el nombre de esta isla de 5.000 habitantes, y donde la gente habla creole —la versión criolla del idioma que aprendieron de sus colonos británicos—, español e inglés, y donde muchos se sienten más caribeños que colombianos y donde el cangrejo negro es parte de todo, aunque muchos no entiendan o no crean que su extinción es una amenaza real.
De hecho —aclara el biólogo Juan Pablo Caldas—, el cangrejo negro de Providencia recibió recientemente la categoría de ‘especie en peligro’ y entró en una nueva actualización de los ‘libros rojos de Colombia’, que incluyen a los animales amenazados.
“La especie se considera en peligro, pues se han presentado reducciones poblacionales estimadas en un 42 % en un periodo de 10 años, lo cual permite suponer una tasa anual de pérdida del 4 % que, proyectada a 15 años, podría equivaler a tres generaciones de la especie y permite suponer una reducción alrededor del 60 %, por niveles de explotación reales y potenciales”, advierte el Libro rojo de invertebrados marinos de Colombia de Invemar y el Ministerio de Ambiente, pendiente por publicar (aunque dicha evaluación se hizo en el 2016).

A finales del siglo XX se calculaban entre 4 y 8 millones de ejemplares, según lo afirma el libro del profesor Germán Márquez.
Pero estudios más recientes (de Coralina, Conservación Internacional, la fundación Acua y la Cancillería) llegaron a unas preocupantes cifras.
En el 2007 eran cerca de 2,9 millones de individuos; en el 2009, 1,6 millones; en el 2014 las cifras mejoraron y se calcularon en cerca de 2 millones. Pero en el 2016 —el dato más reciente—, la cifra cayó de nuevo, de manera dramática: 684.233.
Ese pobre del cangrejo negro.
En su travesía rumbo al mar, los cangrejos deben trepar cunetas, alcantarillas y hasta estructuras de los hoteles y las viviendas de Providencia.


Llegamos a Providencia el 30 de mayo del 2019 y se supone que es plena temporada de migración. Esperamos, ansiosos, a que llegue la noche para saber si podemos verlos. En la parte alta de la isla queda la sede de Coralina y allí nos recibe Charles Livingston, secretario general de esa entidad. Un raizal que habla, como la mayoría de raizales, con un español que suena como masticado porque el creole es su primer idioma.
Charles, biólogo de profesión, recuerda que hace cinco décadas o más eran tantos los cangrejos que los veían como una maldita plaga: la marcha multitudinaria que bajaba del bosque y los pequeñitos (megalopas) que regresaban del mar, haciendo males. Eran tantos que los cogían para echárselos a los marranos o los pescadores los usaban como carnada. Tapaban los sanitarios y las albercas, y se comían los cultivos. Pero también han servido de alimento para las gallinas, las lagartijas y los pájaros, así como en el mar son comida para los peces.
Solo hasta hace unos cuarenta años —sigue el hombre— descubrieron semejante delicia que es el cangrejo negro guisado, o en rondón —un plato que también lleva carne de cerdo, caracol y leche de coco—, o en empanadas, o las muelas —quelas— preparadas al ajillo.
“Pero esa migración masiva ya no se ve hace muchos años. Por eso buscamos protegerlos”, sigue el hombre y habla de las medidas que implementa Coralina de la mano de la Policía y la Armada. Una resolución —la 1132 del 2005— prohíbe la captura y comercialización del cangrejo negro en una veda que comienza el 1° de abril y se extiende hasta el 31 de julio. Unos retenes que se instalan en la carretera y restringen el tránsito de vehículos cuando hay una presencia considerable y que obliga a la gente a caminar o a darle la vuelta a la isla. Unos carteles. Unas campañas pedagógicas.
“Hay que reconocer que falta mucha conciencia ante la conservación de la especie, sobre todo por parte de muchos motociclistas y de personas que no respetan la veda”, sigue el hombre, pero aclara que en los niños es distinto: “Ellos son los más conscientes”. Lo dice en la playa de Pash Bay, una de las más lindas de Providencia —la arena dorada, el mar azul claro, los árboles en la playa regalando sombra—, en pleno sector de Agua Dulce.
Pash Bay hace parte del corredor de cuatro kilómetros que el cangrejo negro ha usado durante siglos para su migración, entre los sectores de San Felipe, Agua Dulce y Suroeste. Aunque, de unos años para acá, ya aparecen en otros lugares de la isla. O en islas vecinas.
Eso lo explica Sheily Orozco Archbold, ecóloga, nativa e investigadora de Conservación Internacional, quien se suma a una teoría sobre la cada vez más escasa presencia de la especie: el cambio climático tiene que ver.

“El cangrejo negro tiene un ciclo de vida en el mar. Las larvas necesitan que los vientos soplen desde el suroeste para que puedan retornar a su lugar. Y ya se sabe que el cambio climático ha cambiado las corrientes de los vientos, entonces, es posible que los que sobreviven estén llegando a otras islas del Caribe”, dice Sheily.
Tal vez a Nicaragua, el destino más cercano. No se ha documentado, pero los pescadores han dicho haber visto manchas rojas de huevos y de cangrejitos (megalopas) en aguas cercanas a los límites con ese país, explica el biólogo Juan Pablo Caldas. Lo que sí se sabe es que esta especie endémica de las islas del Caribe —no se ha determinado el lugar exacto donde se originó— también se encuentra en Bahamas, o en La Florida (Estados Unidos), o en Curazao, Jamaica, Cuba y Puerto Rico. Aunque Providencia es el lugar donde se concentra la mayor población de la especie gracias al buen estado —todavía— de su hábitat: el bosque seco tropical.
“Llevamos unos cinco años en los que no hemos visto mucha migración de los chiquitos. Esas larvas quedan desarrollándose en el mar, pero no tienen una fuerza que las mueva a la tierra”, sigue Sheily y concluye, entonces, que sin los cangrejitos de vuelta será imposible repoblar la isla y conservar la especie.
Al terminar su ciclo en el mar, las larvas necesitan que los vientos soplen desde el suroeste para retornar a su lugar. Y se sabe que el cambio climático cambió las corrientes de los vientos.
Vale recordar que también hay ejemplares del cangrejo negro en la vecina San Andrés, aunque cada vez más pocos, entre otras razones, porque esa isla no cuenta con una zona boscosa destacada, por todas sus edificaciones y por el turismo masivo (fueron un millón en el 2018, según cifras de la gobernación; mientras que en Providencia fueron 27.000). Y también se cuentan en la vecina Santa Catalina, separada de Providencia por un canal de 150 metros que es atravesado por un puente de madera pintado de amarillo, rojo y verde: el Puente de los Enamorados.
Cae la tarde y el sol es una bola de fuego sobre un océano con destellos dorados y violetas. Llega la noche y salimos a la carretera en búsqueda del tal cangrejo negro. Lo que encontramos: uno que otro asomándose; otros, en plena vía. Son unos cuantos, distantes, intentando atravesar. Caminando como borrachitos. Otros tantos ya fueron aplastados por motociclistas que se mueven raudos sin casco, sin placas, sin luces. Sin remordimientos.
Es 30 de mayo y los cangrejos ya deberían estar marchando, pero no.
El cangrejo negro solo sale
de noche de su madriguera.


Antonio Bernard Dawkin tiene dos trabajos de día: es celador y chofer. Y tiene otro trabajo de noche: es capturador de cangrejos. Su piel es del color del arroz con coco frito y sus ojos son verdes. Antonio y sus paisanos ostentan esa buena estampa gracias al cruce de razas que han marcado a su gente desde todos los tiempos: la africana, la británica, la caribeña.
Sabe que es época de veda, pero decide guiarnos en una caminata nocturna en busca. Lleva una linterna que dispara un chorro de luz potente, que ilumina el camino en el bosque. En otras épocas, recuerda el viejo Antonio, de 70 años, los capturadores iban armados con antorchas. Lleva sobre el hombro un costal de lona, que es donde él y sus colegas van echando los cangrejos que escarban entre la hojarasca, entre las raíces de los árboles, en sus madrigueras, y que pueden llegar a ser treinta o cuarenta cuando hay —había— abundancia.
Pero ese costal, lamenta, no lo llena hace rato. El costal flota como un fantasma sobre la espalda de Antonio.
Como un entrenado sabueso que sabe dónde se esconde su presa, se agacha y atrapa uno. Es una hembra, con sus 80.000 huevos como pepitas de cristal. La coge fuerte por encima del caparazón y ella intenta defenderse con sus tenazas. La libera.
“Hay mucha gente en la isla que vive del cangrejo; entonces, cuando hay veda, uno tiene que cuidarlo porque está muy escaso. ¿Qué pasa? Que hay mucho consumidor, la gente lo coge mucho”, sigue Antonio y se queja: “Uno vive del cangrejo, y si no hay, uno se queda varado porque uno con el cangrejo consigue su platica. Y aquí, en Providencia, todo es muy caro”.
En el barrio Casa Baja queda el hogar de Doris Bernard, presidenta de Asocrab (crab: cangrejo en inglés), una organización comunitaria, liderada por 21 mujeres —la mayoría, cabeza de familia—, que se dedica a la capturación, despulpación y comercialización del cangrejo negro. Son 200 las familias que viven directamente de este oficio, de nada más.

Cuando hay una presencia considerable de cangrejos, como se ve en esta foto, las autoridades locales cierran la carretera.


“Estamos muy preocupados. Si no tratamos de proteger lo poquito que hay, es posible que la especie desaparezca en unos años”, dice la mujer. Y entrega algunas cifras:
Se necesitan doce cangrejos para conseguir una libra de carne. Y una libra de carne la pagan, en los restaurantes, a 18.000 pesos. Y esa misma libra alcanza para dos o tres personas. Y un plato con cangrejo negro en alguna de sus 22 preparaciones, servido a la mesa, cuesta entre 40.000 y 50.000 pesos en los restaurantes de Providencia. Y es muchísimo más caro en San Andrés.
“Uno de los grandes problemas es que mucha gente no respeta la veda”, dice la mujer, y cuenta que ella y muchos isleños han logrado pagarles los estudios a sus hijos gracias al cangrejo negro. Y ostenta que en el 2016 fue invitada por la organización internacional Slow Food (la misma que proclamó a la especie como baluarte en el 2014) a la ciudad italiana de Turín, donde habló de todo el patrimonio que representa el cangrejo negro.
“En otros lugares de Colombia y del mundo quieren cangrejo negro. Pero lo que nosotros buscamos es que la gente venga aquí y lo disfrute aquí”, termina Doris.
La bióloga Marcela Cano es la jefa del Parque Nacional Old Providence Mc Bean Lagoon, cuya joya de la corona es un cayo que se llama, precisamente, Cayo Cangrejo. Un islote revestido de verde que brota en medio del mar.
Lleva 19 años viviendo en Providencia y ha sido testigo de las migraciones masivas de otras épocas. Y ahora, que ve tan pocos cangrejos, se atreve a decir que la especie está en grave peligro. Por varias razones, que argumenta así: han aumentado la explotación y la captura, las medidas pedagógicas y de protección son insuficientes y falta mucha conciencia de los isleños.
“En la época de reproducción y veda es cuando más captura hay porque es mucho más fácil salir a la carretera, coger los cangrejos y echarlos en costales. No hay que ir a buscarlos al monte”, dice la mujer, y advierte que la especie está en tan mal estado de conservación que, por sí sola, no podrá recuperarse. Necesita la buena mano del hombre.
El biólogo Juan Pablo Caldas aclara que aunque no existe un estudio sobre cangrejo negro y cambio climático, la evidencia científica más clara se ha obtenido a través de los registros del Ideam que definen años más lluviosos o más secos.
Y esas condiciones, añade el experto, también tienen una implicación en los vientos, y los vientos tienen una relación directa con las corrientes marinas. A eso se puede deber que tan pocos cangrejitos regresen a casa.
Pero, más allá de los problemas ambientales, Caldas cree que tal vez el reto más grave es la sobreexplotación, consecuencia de la alta demanda de la carne. Sobre todo en San Andrés, lugar donde, afirma, termina entre el 50 y el 70 por ciento del producto.
Es nuestra última noche en Providencia. La última de cinco, y ya hemos perdido la fe. No veremos la marcha multitudinaria de los cangrejos. Solo hemos visto algunas decenas. Vivos y muertos.
Parece que llueve, pero no llueve. El bosque cruje como cuando se desata una borrasca con sus gotas pesadas. Al otro lado se escucha el susurro de las olas que revientan suavemente sobre la playa. La carretera está cerrada con un retén, aunque algunos motociclistas se cuelan sin ninguna consideración.
Lo que cruje y se mueve en el bosque son los cangrejos. Son cientos o miles los que vienen de la montaña y ahora ocupan la vía y avanzan hacia el mar sin mayores obstáculos que las cunetas y las alcantarillas, que deben trepar. Estamos frente a un espectáculo de la naturaleza glorioso y perfecto. Y esperanzador. Y cruel, también.
El cangrejo negro sabe resistir.
La migración del cangrejo negro
u

Amenazas

Importancia
ecológica










Créditos
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Investigación y textos: José Alberto Mojica Patiño Videos & fotografías: Julián Espinosa.
Jefe de diseño digital El Tiempo: Sandra Rojas. Concepto gráfico & diseño: Alejandra Anderson Jiménez y Claudia Cuadrado León.
Maquetación: Alejandro Baracaldo y Giovany Ariza
Bibliografía:
El cangrejo negro de Providencia, un patrimonio en peligro, de Germán Márquez Calle. Black Land Crab, herencia raizal, naturaleza, tradición y cultura (Cancillería, Coralina, fundación Acua y Conservación Internacional). Biólogos: Germán Márquez Calle, Juan Pablo Caldas, Sheily Orozco, Marcela Cano.