¿Cómo es despedir a un ser querido en plena pandemia? / Testimonio

La covid-19 nos cambió todo, hasta la forma de decir adiós.

Mi abuelito, Antonio Combariza (der.), se caracterizaba por estar siempre bien presentado. Sus favoritos: los pantalones de paño. Foto: Cortesía Ana González Combariza

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Los últimos meses han estado repletos de noticias, información sobre limpieza, avisos para evitar el o entre personas y, por supuesto, la cercanía a la muerte. Es como si ahora la pudiéramos percibir más que antes.
Perder a un ser querido siempre es desequilibrante, nadie nunca estará lo suficientemente preparado para afrontarlo y en medio de una pandemia en la que no son aconsejables los entierros ni los funerales extensos, con oraciones que, muchas veces, reconfortan; y sin abrazos de solidaridad que devuelven un poquito la esperanza, la situación es aun más dolorosa, fría, turbia. Así, tal cual, sucedió con la muerte de mi abuelito.

Toda la vida esquivamos la muerte

Antonio Combariza Lesmes tenía 82 años. Él quizá dejó de saber su edad hace mucho así como su memoria reciente dejó de guardarle recuerdos en su cabeza a causa de un Alzheimer el cual le permitía, cuando podía, volver a algunos momentos memorables de su pasado, aquella juventud que logró gozar rodeado de amigos, familia y carreteras, muchas carreteras. Recorrió el país conduciéndolo, conoció cuanto peaje y paradero pudo.
Incluso, mientras ejercía su labor conduciendo mercancía en camiones y personas en buses fue víctima de un atentado de la exguerrilla de las Farc, en Belén (Antioquia). Según cuentan quienes lo escucharon en su momento, vio cómo asesinaron a muchas personas y él no tuvo más remedio que hacerse el muerto, quedarse quieto tirado en el suelo para que no le hicieran nada.
Hace 17 años le descubrieron cáncer en el estómago. Decidió por voluntad propia solo realizarse un ciclo de radioterapia. Luego de un tiempo y de algunos cuidados sobrevivió. Le extrajeron el 90 % de su estómago y el tumor cancerígeno se convirtió solo en un mal paso por esta vida.
También tuvo dos familias. La primera dejó 10 hijos, 16 nietos y algunos bisnietos. Sin embargo, quienes pudieron disfrutarlo y acompañarlo durante sus últimos pasos por esta vida fueron los integrantes de su segundo hogar. En ella tuvo un hijo, una hijastra, una nieta, Luciana, (su favorita) y 3 más que lo veían y querían como su abuelo genuino.
Perder a un ser querido siempre es desequilibrante, nadie nunca estará lo suficientemente preparado para afrontarlo
Hubo días en los que el olvido hacía de las suyas en la cabeza de mi abuelito, sentía que aun estaba en sus años mozos y que podía salir de su casa, en Medellín, siempre bien vestido y afeitado a “hacer unas vueltas”, mientras su esposa y quienes vivían con él desesperaban por no saber dónde estaba ni con quien, o si llegaría pronto. Siempre volvió, siempre con algo bajo el brazo como era su tradición.
El desgaste de toda una vida, de las penas, los fracasos y los pesares nunca permitieron que le dejara de gustar el tinto con pan.
En medio de una noche como cualquiera otra en la que se levantaba al baño en medio de lo que le quedaba de independencia, no pudo calcular bien la distancia entre su cuerpo y la cama y se cayó. El golpe fue tremendo y la ida al hospital era inevitable. Operaron su cadera, le hicieron terapias de movilidad pero no, su cuerpo y su cabeza se negaron a volver a empezar, a volver a moverse.
La vida a él y a los suyos les cambió. Ya no se escapaba a leer la prensa en un kiosco con un viejo amigo; ya no se levantaba una, dos, cinco veces al baño en las noches; ya no reconocía algunos rostros ni ciertas voces; ya no coordinaba sus movimientos. Todo debían hacérselo en la cama. Lo que más le daba vida era recibir las ‘serenatas’ de Luciana, cantándole cuanta canción podía tararear a su corta edad. Ella también era la encargada de ponerle cremitas a “Tuto”, como le decía de cariño.
A veces lo llevaban a pasear en su silla de ruedas, a veces salían a comerse una buena sopita de mondongo, a veces peleaba, a veces era un niño otra vez. Y a veces también lo hospitalizaban porque aparecían dolores, a veces por hernias o a veces por otras molestias.

La última vez que fuimos a visitarlo, en noviembre del 2019, lo vimos rozagante. Aunque su cara se llenó de tristeza cuando nos despedimos. Foto:Cortesía Ana González Combariza

Esto se volvió algo más común de lo que todos esperaríamos, se quejaba mucho y a veces no podía casi respirar. Las pocas esperanzas que daban los médicos peleaban con la fortísima fe que había en la familia para que se recuperara o al menos dejara de sentir tantos dolores. “Hospitalizaron a Tuco otra vez”, le avisaba Doris, la compañera de vida y cuidadora de mi abuelito, a mi mamá y mis tíos cada vez que volvía a pasar.
A las 10:30 p.m. del 13 de mayo, encerrados en ‘la nueva normalidad’ por la cuarentena nacional, llegó un nuevo mensaje: “su papá se fue a descansar”, escribió Doris. Así, después de padecer tanto,
Hubo días en los que el olvido hacía de las suyas en la cabeza de mi abuelito, sentía que aun estaba en sus años mozos y que podía salir de su casa a 'hacer sus vuelticas'

¿Y ahora qué?

Tristeza, lágrimas, recuerdos se unieron con la desesperanza, con el desespero, con la resignación. El viejo se nos había ido y más de 400 kilómetros de distancia nos separaban de poder darle un último adiós como lo merecía.
¡Estamos en medio de una pandemia mundial y excepto uno, sus demás hijos viven lejos, a no menos de 6 horas por carretera!
11 p.m., 12 a.m., 1 a.m., hubo lágrimas, suspiros, llamadas. A las 5 a.m. ya todos estaban enterados de que el señor Combariza no respiraba y que había muerto a raíz de que su corazón, agotado, decidió detenerse y descansar.
Revisamos las excepciones decretadas por el Gobierno para poder tomar el carro y coger carretera, le pregunté a mi mamá si quería ir y le dije que la apoyaría en lo que decidiera. Dos tíos ya habían tomado la determinación de ir a despedirlo. Todo pasó muy rápido. Eran las 12 del mediodía y era una locura pensar que llegaríamos a Marinilla, municipio cercano a Medellín, lugar donde se habían mudado hace unos años, a las 5 p.m., donde oficiarían una misa de no más de 8 personas, cada una separada de la otra, para decirle a Antonio “hasta pronto y gracias por todo”.
Debíamos tener a la mano el acta de defunción por si algún policía nos detenía en el camino, así que con un tarro de gel antibacterial, tapabocas puestos y guantes empezamos el recorrido. El Rosal, La Vega, Villeta, Guaduas, desviar por Honda, tomar la Ruta del Sol… “Debe ser un viaje suave, ahorita no hay muchos carros y puede rendir”, me dije a mí misma convencida de que estaríamos allá en un abrir y cerrar de ojos.
Pues bien, todo el recorrido fue una constante “pelea” con camiones y mulas que parecen gigantes. Además, solo pudimos parar una vez para tanquear. Fue en Puerto Triunfo, Antioquia, allí ya habían pasado cuatro horas desde que nos montamos al carro. En el ambiente se sentía una humedad insoportable que pegaba la ropa negra que vestíamos a nuestros cuerpos.
Había calor, había ruido exterior y también había tristeza. En muchos de los kilómetros recorridos fuimos las únicas pasajeras que se movilizaban en un automóvil. Cuando pensábamos que ya faltaba poco resulta que un nuevo auto de carga pesada aparecía en alguna curva. Todo se sentía muy extraño. Pasar por lugares desconocidos con el rayo incesante del sol en la cara, perdiendo la señal de los celulares mientras de vez en cuando se escurría una que otra lágrima o se recibía un nuevo mensaje de condolencias.
Efectivamente, después de haber pasado por Doradal, Antioquia, justo cuando empezábamos a subir las grandes montañas de esa vía, nos encontramos con el único retén de todo el recorrido. Un policía nos pidió que nos detuviéramos a un lado de la carretera. “Buenas tardes, señorita. ¿Para dónde va?”, me dijo con su tapabocas puesto. “Hasta Marinilla, mi abuelo acaba de morir. Venimos desde Bogotá”, le respondí. Hizo cara de asombro y, luego de revisar los documentos requeridos, nos dejó pasar con un “lo siento mucho”.
A este punto del camino ya sabíamos que arribaríamos de noche y que nuestra presencia en la misa no sería posible. Sin embargo, siete horas frente al timón no parecían nada para que mi mamá pudiera despedirse, para siempre, de uno de los hombres más importantes de su vida: mi abuelito.
¿Y los demás? ¿Los que no viajaron? Todos se enteraban de cada suceso a través del chat familiar. Algunos, a diferencia de nosotras, sí pudieron “asistir” a la misa a través de Skype pues uno de mis tíos decidió transmitirla desde su celular. Así es ahora, grandes y viejos pegados ‘a ese aparato’ porque es lo único que nos permite estar unidos mientras todo esto pasa.
Luego de todas esas horas, avisos de Waze, calles cerradas por toque de queda que nos dificultaron aún más el viaje, llegamos a afrontar la realidad.

sta foto fue el recuerdo que compartimos en el chat de la familia. El consuelo en medio de la distancia y el aislamiento obligados. Foto:Cortesía Ana González Combariza

¿Abrazos?

Nos bajamos. Las miradas de mis tíos y de los dos únicos funcionarios del crematorio fueron un disparo en la melancolía. El no saber cómo saludarnos, con un temor latente de saber que hay un virus que ronda por ahí, invisible.
Entramos al sitio donde tenían a mi abuelito. Vivimos un funeral que no era un funeral, solo un momento para una oración con tapabocas puestos entre los 4 hermanos que estaban en representación de los otros 5, y 2 nietas de los 17 que tuvo. No hubo tiempo ni permiso para más.
Así fue como el cuerpo de una persona amada tuvo que convertirse en ceniza, no había ni hay otra opción en este momento. En tan solo unas horas nos lo entregarían en una cajita de madera de no más de 50 centímetros.
Luego de los días necesarios para conocer si existe algún síntoma de la covid-19, todos los integrantes de mi familia están completamente sanos y seguimos tomando todos los cuidados
Todos, desde nuestras casas, tomamos las medidas de higiene y cuidado necesarias para la protección contra el covid-19. No hubo o con nadie más que no fuera de la familia. Era inevitable, después de todo el estrés, la espera, la despedida fueron necesarios los abrazos, esos que se dan fuerte, que duran mucho…
Tantas emociones juntas en un solo día, tanto llanto que necesitaba salir, tantas palabras que no se dijeron, todo era igual que un funeral normal pero que de normal no tenía nada. A eso había que sumarle el silencio, la soledad, la ausencia de otros seres humanos alrededor. Habíamos recorrido gran parte del país sin siquiera pensar en comer algo, nuestros ojos y sentimientos estaban cansados.
Nos desinfectamos, lavamos las manos, limpiamos los zapatos, retiramos la ropa sucia. Tratamos de dormir.
Amaneció el 14 de mayo, la vida no para por nada ni por nadie. Y mientras todavía despertábamos de la noticia, de todo lo que había pasado tan solo unas horas antes, las tareas y funciones de lo que aún quedaba por hacerse se dividieron entre más familiares.
En Marinilla unos íbamos al cementerio a reclamar las cenizas de mi abuelito; en Duitama, Boyacá, lugar donde él nació, otros se encargaban de que hubiera un lugar para él en el camposanto, pues allá era donde toda la familia quería que quedara. Sin dudarlo, uno de mis tíos se ofreció a llevar los restos, esa misma tarde. Todo esto se comunicaba por WhatsApp.
Ahí iban. Mi abuelito y uno de sus hijos menores, volviendo a recorrer extensas carreteras para llegar a su destino final.
El 15 de mayo llegó mi tío junto con la caja. Otros integrantes de la familia se preparaban para otra misa con distanciamiento social, la cual sería transmitida por redes sociales. A su vez, llegaban las oraciones desde otros lugares de Colombia: Santander, Bogotá, Antioquia e incluso de más lejos, Estados Unidos y Canadá. Todos estábamos ahí pero sin estar. Así, de a poquitos y con el apoyo de algunos, le dijimos adiós.
Ya solo quedaba tomar el carro de vuelta desde Antioquia a Bogotá, está vez sin estrés pero con un vacío que ya nada lo llena. Había que volver a la realidad, a seguir combatiendo el coronavirus.
Luego de los días necesarios para conocer si existe algún síntoma de la covid-19, todos los integrantes de mi familia están completamente sanos y seguimos tomando todos los cuidados.
Como dijo el irado escritor Ricardo Silva Romero “morir en este país por muerte natural es un lujo”, esto por la violencia en la que hemos vivido, y a eso hay que sumarle ahora un virus que para muchos ha sido letal.
ANA GONZÁLEZ COMBARIZA
Para EL TIEMPO

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