Ernesto Cárdenas, de obrero a pintor de la memoria boyacense
98 años del artista duitamense no le hacen mella a su vocación por el acto creativo.
Los invitados llegan, los músicos tocan, el fotógrafo plasma la imagen para el recuerdo, y una generosa vianda de carnes se prepara al aire libre, en esta suntuosa boda campesina. Foto: Néstor H. Salom
Para la entrevista con el maestro Ernesto Cárdenas, duitamense de pura cepa, hay que ir hasta las afueras de esta ciudad de Boyacá que se enorgullece de su estirpe patriota, pues de allí salió una buena parte de los soldados que guerrearon al mando de Bolívar en la batalla de Boyacá.
Es el campo ya. Desde la puerta de su casa, en una ladera, se ven esas vacas y esos caballos y esos perros campesinos que suelen poblar sus cuadros, pues aunque muchas de sus obras son pintadas de memoria, los modelos los toma de la vida real.
Su pintura tiene esa vitalidad y ese colorido que mueve a curiosidad a quien la mira, curiosidad por saber si son escenas que vio o vivió o son producto de su infatigable invención.
Cárdenas es una celebridad de la cultura de Duitama, tanto que en una calle central, en una banca, está sentado, con pincel y paleta en ristre, un monumento de tamaño natural que lo representa con fidelidad.
Nos recibe sentado en medio de una muestra desbordada de bastidores ya pintados, en un patio donde todo en derredor son obras suyas: las paredes, la mesa, los asientos, un mueble para guardar cosas, en los que él plasma su obsesión por el arte.
Su esposa y sus hijas, en torno de él, lo asisten, le indican cómo y dónde sentarse, le colocan el aparato electrónico que le permite escuchar, pues el oído es lo único que ha resultado completamente afectado a lo largo de su extensa vida.
Tiene “noventa y ooooocho años”.
“Qué proeza. Mucho tiempo”, le digo, elevando la voz y vocalizando con énfasis, queriendo que me escuche sin dificultad.
Mi papá no aceptó la beca que me iban a dar. Dijo: ‘Más bien váyase a trabajar de ayudante de un albañil, para hacer casas de material’
“Y más larguitos de 98”, precisa, con ojos risueños y el tono de travesura de esas personas mayores que han hecho de su vida exactamente lo que soñaron y lo que más les gusta.
Es un señor recio, alto, robusto, blanco, con facciones como talladas en madera. Cuando nació, hacía apenas 102 años había pasado por allí la campaña libertadora.
Así que al estar frente a Ernesto Cárdenas hay que tener conciencia de que se trata de un siglo atrás, el último siglo del segundo milenio. Nació cuando recién había terminado la Primera Guerra Mundial. Ese uno de los aspectos que llena de importancia su obra pictórica: registra eventos de la vida rural de una época en la que no era común tener una cámara fotográfica, y las imágenes eran obra de personas mitad magos y mitad alquimistas, de los que ya solo quedan los llamados fotógrafos de cajón.
La memoria le profesa al maestro Cárdenas una fidelidad a toda prueba. Si se le pregunta quién le enseñó a pintar, se remonta al primero de primaria, a la escuela. “Allí yo era el que hacía los dibujos de las carteleras, las ayudas visuales, cuando estaba puro pequeñito. Desde el primer año me ponían a hacerlas y yo pintaba las figuritas, para la o, para la a, y ahí fui aprendiendo. Me gustaron mucho desde pequeño el dibujo y la pintura. Me daban de premio una cajita de colores y me estimulaban. Yo seguí así”.
No solo nadie le enseñó sino que cuando ya mostraba que ese sería el sentido de toda su vida, no le faltaron obstáculos que superar.
“Ya cuando tenía por ahí ocho años, ofrecieron una beca del municipio para un niño en la escuela de bellas artes. Y me pidieron que llamara a mi papá. Porque yo era el mejor que pintaba en la escuela. Papá vino y le explicaron: ‘Hay una beca para un niño, del municipio de Duitama, para la escuela de bellas artes y dicen que él es el que hace esos dibujos. No es mucho lo que tiene que comprar’ ”.
Recuerda que el papá lo consultó con su mamá y todo iba bien, hasta que intervino una tía. “Y dijo, no comadre, no deje ir el muchacho por allá, porque eso se vuelven unos muchachos manilavados. Y mi papá dijo: ‘Sí, señor, tiene razón mi comadre’ “.
No aceptó la beca. “Dijo que quería que yo fuera albañil, peón: ‘Más bien, váyase a trabajar de ayudante de un albañil, para hacer casas de material’ ”.
Y se perdió la beca, que le hubiera cambiado la existencia. Como quien ve pasar la película de la vida de una persona distinta de el, con algo de risa retrospectiva, cuenta que “se la dieron a una hija de un leñador ignorante, y él sí aprobó que a la niña le dieran la beca”.
Foto:EL TIEMPO
“A mí –comenta– no me dejaron. Que con eso no me iba a ganar la vida, fueron las palabras que dijeron. Ahí me partieron las alas”.
La metáfora, en rigor, no le hace justicia a su trabajo, que ha sido resaltado incluso por el crítico Eduardo Serrano, el decano, después de Marta Traba, de los analistas de las artes plásticas en Colombia.
Lo que pasó después fue igual: la historia de aquellos niños a los que se desestimula en sus propias familias. “Ahí pintaba en cuadernos, me ponía a pintar en mis horas libres como aficionado, pero nunca pensé que lo que hacía sirviera para ganarme la vida”, cuenta.
A medida que fue creciendo se fue convirtiendo en el hombre recio que debía satisfacer a su papá.
“Entonces trabajé en todos los oficios –relata–. Hice como catorce oficios en toda mi vida. Hasta que en Acerías Paz del Río me consiguieron un puesto para trabajar como operador de puentes grúa, después fui capataz de una cuadrilla de veinte hombres en el tren de una fábrica y luego en almacenes, por ahí”.
Así, de tumbo en tumbo, lejos del arte que tanto lo llamaba, creció .
“Cumplí veintiún años y me retiré de esos trabajos. Al poco tiempo, estaba tan aburrido sin hacer nada, y me dije: hombre, y voy a comprar colores y lienzo, y los compré y ensayé a ver cómo se hacía. Primero hice unos monachitos. Pero después compré una enciclopedia de arte y vi las obras de los maestros de la pintura, Miguel Ángel, Rafael, Leonardo, todos. Y me puse a copiar: tengo La última cena, la Piedad...”.
Y esa fue toda su academia, muy a la manera de la escuela antigua, que consistía en ejecutar copias hasta, en virtud del ejercicio de la repetición y de la indagación del cómo lo logró, descifrar los secretos de los grandes del arte universal.
“Hasta que un día llegó un amigo –rememora–, que ya falleció, y me dijo: ‘Oiga, están buenos el color y el dibujo. Usted tiene disposición para esto, pero no se ponga a copiar, que se quedará de copista”.
Luego lo animó aún más: “Va a haber una exposición, la primera exposición de primitivistas aquí en el Museo de Arte Religioso. Hágase unos cuadros para llevar”.
Una de las intuiciones más poderosas de la pintura del maestro Cárdenas es su deslinde con el enfoque primitivista y su comprensión de que su trabajo no está relacionada con una ambición meramente decorativa.
“Y yo dije, ah, no –argumenta–. A mí no me gusta hacer esos monachitos; una gallinita de grande como un avestruz, y un caballo como un perrito. No. Yo no pinto eso”.
Ese consejo fue el mejor que le han dado en la vida: “Me dijo, pues no haga eso. Pinte lo que a usted se le venga a la cabeza, mañana vengo. Y vino. Y yo: ‘Hombre, no todavía no he hecho nada’. Y dijo: ‘haga algo’. Y otra vez ‘mañana vengo’. Y vino y yo había hecho una obra y la llevó. A los 15 días trajo un diploma y me dijo: ‘gustó’. Y yo: ‘Qué va a ser’. Y él: ‘Sí, señor. Siga por ahí’ ”.
Esa es su historia. El siguiente paso fue cuando lo invitó alguien a Bogotá con sus cuadros y reunió a compradores de arte.
Todos los vendió. Pero no al precio que Cárdenas los habría cobrado, sino a sumas que él mismo nunca hubiera imaginado vender. Ahí fue cuando supo que, pese a todo, había logrado demostrar que él tenía la razón, y no su papá.
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