La dulce parca

Nos fascina que la gente se muera, pero no toleramos que elija el cómo. Medio enfermos es que somos.

Escritor y columnistaActualizado:
Los colombianos no nos inventamos la muerte, pero pareciera. Tenemos con ella una enfermiza relación de codependencia que impide que seamos capaces de superarla, igual que con un ex dañino. Muerte hay en todo lado, hasta en la calle. Va uno por ahí y se encuentra un atropellado; a excepción de mi abuela y las películas, los muertos que he visto en mi vida han sido sábanas blancas en vía pública.
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Luego están las masacres, unas setenta en lo que va del año, según algunas fuentes. Luego hay quien sale a decir que la cifra es inexacta y que en muchos casos se trata de hechos aislados o de ajuste de cuentas. Pasa igual con los llamados ‘falsos positivos’. Se habla de más de seis mil víctimas, algunos suben el número a diez mil y otros afirman que son menos de dos mil.
Es decir, acá se discute no que la gente se mate, sino si es “mucha” o “poquita”, a ese nivel hemos equivocado la conversación. En esta mórbida fijación que tenemos por el exterminio, un par de miles de asesinatos es apenas otro día en la oficina. Los números podrán estar inflados, pero los muertos son reales. No estamos hablando de estadísticas que alguien almacena en un cuadro de Excel, sino de gente real que sufre, odia y se mata por poder, un plato de sopa o un pedazo de tierra.
Policía, Ejército, guerrilla, paramilitares, bacrim, delincuencia común, y ahora hay quien quiere darle pistolas a la población civil. Es raro eso de creer que la violencia se acaba armándonos todos en vez de desarmándonos. Llega a pasar eso y no duramos un año; parece chiste, pero es profecía. Imagine no más todos con el revólver al cinto al estilo del viejo oeste, liquidando al prójimo por cinco mil pesos, se voló un semáforo o no nos gusta la forma en que mastica los alimentos.
Y no solo se trata de que en Colombia sea frecuente que alguien coja un arma y mate a otro, es que nuestra fascinación por la muerte es tan grande como la de los hinchas de fútbol por su equipo favorito. Hablando de eso, ¿han visto cómo celebramos los triunfos de nuestro club o de la Selección? Nos pasamos tanto de piña con el júbilo que, en vez de abrazarnos, cantar e irnos tranquilos para la casa, nos agredimos a puñal y patadas. Es decir, nos gusta tanto la muerte que en nuestros momentos de mayor felicidad nos entran las ganas de asesinar.
¿El país más feliz del mundo? No me suena, yo lo que veo más bien es un pueblo desesperado y triste.
Acá se discute no que la gente se mate, sino si es “mucha” o “poquita”, a ese nivel hemos equivocado la conversación.
En Colombia los muertos votan y se vacunaron contra el coronavirus primero que muchos vivos, justo a comienzo del año, cuando había pocas dosis disponibles. Y como si la muerte no tuviera suficiente morbo, en la fallida reforma tributaria proponían IVA del 19 % a los servicios funerarios. Hermosa y cruel forma de tapar el hueco fiscal porque, claro, todos tenemos que morirnos algún día. Tal cosa solo podía ocurrírsele a un genio maligno, es decir, a un colombiano.
Es tanto nuestro potencial para matar que mandamos sicarios a Haití para acabar con su presidente. Y ni hablar de las noticias que llegan desde el tapón del Darién. Como si no hubiera suficiente gente para matar acá, invitamos a cubanos, haitianos, venezolanos, y hasta africanos y asiáticos, a que se pasen por acá antes de llegar a Estados Unidos. Así, en medio de la selva, mueren por causas diversas: una caída, una picadura de mosquito o de culebra, incluso hasta un balazo, cortesía de los muchos grupos ilegales que controlan la región.
Tanto viajar para morir en tierra de nadie. Eso sí, ni se le ocurra apelar a la eutanasia, porque esas no son cosas de Dios. Acá nos fascina que la gente se muera, pero no toleramos que elija el cómo. Medio enfermos es que somos.
ADOLFO ZABLEH DURÁN

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