No es fácil entender, y menos aceptar, la actitud de Donald Trump hacia Rusia. Cuesta trabajo creer que el mismo partido de Ronald Reagan, el popular presidente que se refería a la Unión Soviética como el “Imperio del mal” y lideró la victoria final de Estados Unidos en la Guerra Fría, hoy esté a punto de consentir que Vladimir Putin se salga con la suya en Ucrania, llegando al extremo infame de culpar a Kiev de la invasión.
Parte de la explicación se remonta al primer periodo de Trump. Este nunca le perdonó a Zelenski que no le hubiera ayudado a investigar los negocios de la familia Biden en Ucrania, como se lo pidió en 2019. Esa solicitud, que algunos consideraron un condicionamiento a la ayuda militar a Ucrania, fue uno de los motivos de la Casa de Representantes para abrirle un proceso de destitución al presidente. El Senado lo exoneró, pero Zelenski quedó en su lista negra.
Otro factor es que Trump tiene poca paciencia con el orden mundial que conocíamos, vertebrado por organizaciones multilaterales, acuerdos entre países, el derecho internacional y las normas no escritas de la diplomacia. Bajo la óptica Maga, el único orden que cuenta es el de la fuerza –política, militar, comercial, territorial, etc.– concentrada en la figura de un líder poderoso. Tres países encarnan ese ideal: Estados Unidos, Rusia y China, y entre ellos han de repartirse el poder global, cada uno en su zona de influencia.
Los gobiernos de esos países, aunque difieren en muchos aspectos, tienen características compartidas: el nacionalismo, el autoritarismo, el intervencionismo económico y el rechazo a las ideas progresistas, en particular al extremoprogresismo conocido como cultura ‘woke’.
Trump tiene poca paciencia con el orden mundial que conocíamos, vertebrado por organizaciones multilaterales, acuerdos entre países, el derecho internacional y las normas no escritas de la diplomacia
En ese nuevo mundo multipolar, Ucrania no solo no es un aliado, sino algo peor. La principal interesada en repeler la agresión rusa en ese país –después de Kiev– es Europa, continente que el trumpismo considera afeminado y débil, más preocupado por salvar osos polares que por los cohetes fálicos de Elon Musk o los viriles mineros de carbón que pueblan las fantasías testosterónicas de la iglesia Maga. Cuanto más reclame Europa la defensa de Ucrania, más la empuja a la orilla opuesta a los valores que hoy gobiernan a EE. UU.
Estos elementos sirven para entender a Trump, pero no lo justifican. Uno de los argumentos más empleados por sus seguidores es que, bajo la doctrina de “América primero”, Washington no debe seguir regalando armas y dinero a Ucrania sin recibir nada a cambio. De ese planteamiento nace el acuerdo propuesto para que Ucrania le ceda a EE. UU. parte de sus yacimientos de los minerales valiosos conocidos como ‘tierras raras’.
Pero no es cierto que Ucrania no haya dado nada a cambio de la ayuda que ha recibido de EE. UU. y otros países. Ha entregado ni más ni menos que la vida de decenas de miles de ucranianos, sin contar decenas de miles de heridos y mutilados, para contener a Putin, cuyas intenciones después de Ucrania se desconocen. Si vamos a hablar de costos, a Occidente le ha salido barato, hasta ahora, frenar a Rusia en su flanco oriental. Los muertos y la devastación los ha puesto Ucrania.
No es objetable buscar la paz entre Ucrania y Rusia, si en realidad eso es lo que Trump aspira a lograr. Y hay argumentos sólidos para exigirle a Europa un aumento del gasto militar. Pero al alinearse con Moscú en vez de Kiev –cuando podría haber hecho lo contrario–, EE. UU. construirá una paz inestable, que dejará un mundo más peligroso y arbitrario que antes. Las grandes potencias se sentirán con licencia para expandir sus fronteras y habrá más armas de destrucción masiva en más manos. Como humanidad, habremos dado un paso adicional en el camino opuesto al de la justicia, que conduce a la ley de la selva.
THIERRY WAYS
En X: @tways
tde@thierryw.net